En un curioso ejercicio de costumbrismo repetitivo y hasta sórdido, el nombre de Steven Spielberg es, para el entender colectivo, casi como una entrada aceptada en el María Moliner. Es decir: nadie le conoce pero todo el mundo sabe quién es.
El símil se me ocurre casi instantáneamente. Se nos muestra un alargador de pene en una teletienda de esas, lo vemos con gesto serio y, aunque nadie compre dicha tontería, nuestro subconsciente nos hace observar el objeto en cuestión con recelo. Tenemos miedo a quedar en ridículo si lo criticamos abiertamente.
Lo ominoso siempre ha lucido más en los escaparates que lo verdaderamente útil. Y Spielberg es (nadie lo duda a estas alturas) el gran dominador de cierto cine ampuloso, pagado de sí mismo y servil con la mayor de las correcciones políticas.
¿Qué significa, si no, WAR OF THE WORLDS en medio del conflicto americano-iraquí? ¿O las innecesarias últimas imágenes pseudo-documentales de SCHINDLER´S LIST, después de haber asistido a algunos de los momentos más inspirados de su director? ¿O la última explotación del filón INDIANA JONES, aun a expensas de una irreversible pérdida de prestigio?
Todo ello, y mucho más, responde inequívocamente al callejón sin salida que este prestidigitador de la imagen se ha ido construyendo a medida que su primitivamente entregado público se ha ido haciendo mayor.
Sus intentos de reciclaje (A.I; MINORITY REPORT; MUNICH; THE TERMINAL o THE COLOR PURPLE, la que creo que es su techo) han quedado en inocuas reflexiones sobre lo que otros con más arrestos sí que han mostrado en un formato menos espectacular.
Pero Spielberg filmó en 1971 un pequeño telefilm que constituye, posiblemente, su única concesión al cine de autor más marginal: DUEL.
DUEL cuenta con dos protagonistas. Uno es Dennis Weaver, solvente secundario de la época; y el otro, un mastodóntico y herrumbroso camión que ya es uno de los iconos imperecederos del cine de terror contemporáneo.
La historia no puede ser más simple: Weaver viaja en su coche por una de esas interminables autopistas que tanto juego han dado (y dan) a Hollywood y, sin venir a qué, un camión le acosa empecinadamente. No hay motivo ni explicación. El verdadero logro de la cinta consiste en crear sabiamente, y a partir de tan escuetos elementos, un clima de terror asfixiante que nos impida apartar los ojos de la pantalla. Puro Hitchcock.
Bien habría hecho el bueno de Spielberg en haber prestado posteriormente más atención al contenido que al continente, pues como artesano no podemos obviar que estamos ante el number one.
Sin más que añadir, insto a recuperar a este antediluviano Spielberg (nada de jurásico) antes de romper a martillazos su "calavera de cristal".
Saludos desde la autopista indéfila.
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