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viernes, 30 de mayo de 2025

Películas para desengancharse #146


 

Como un enigma orgulloso de serlo, de mostrarse en su opaca naturaleza, CASANOVA, la más terrible de las películas de Fellini, para mí infinitamente más autobiográfica que 8 1/2, que se despliega desde lo más infinitesimal hasta la orgía desatada de escenografías imposibles. Todo anclado a la imperial interpretación de Donald Sutherland (me la he guardado conscientemente), adueñándose de toda la grandeza y la humanidad y la soberbia más allá del estilo, la fantasmagoría de un hombre por encima de los hombres, el gozador de todas las carnes, incapaz de un mal gesto, exquisito ante la incomprensión del vulgo, preso del orgasmo como una estrella se convulsiona en la indiferencia del cosmos. Es difícil experiencia, ardua en dos horas y media que exigen ser más que un cinéfilo medio, mucho más. Fellini saca las vergüenzas de eterno veneciano, y de paso las nuestras, porque esta plegaria a la jodienda necesita que recordemos nuestros propios orgasmos con la misma entrega que su protagonista. Si no, no son auténticos yonkis del sexo, y Sutherland mira muchas veces a cámara, así que no se apeguen a mantras facilones ni palabras de seguridad. El tramo final, magistral, es la única demostración de amor del narcisista, sí, ante una extraña autómata, que enlaza con el retrato de un Casanova terminal adherido con mierda a cualquier pared. El final más bello posible...
Saludos.

viernes, 2 de julio de 2021

Películas para desengancharse #84


 

Filmar la vida es imposible... pero se puede vivir dentro de un rodaje. Algo así debió pensar Federico Fellini al rodar ROMA, carta de amor manchada de grasa, con faltas de ortografía y alguna que otra buena intención, seguramente calamitosa. Es una declaración a la propia ciudad, la eterna, la que amamanta con pechos de loba a sus abigarrados, ruidosos habitantes. Esta Roma es Fellini, vagabundeando por inmensos veladores de verano, donde la gente suda a chorros mientras les sirven interminables platos de pasta, caracoles gigantes, cabezas de vaca enteras... O van al cine, no a ver una película, sino a chillar, dormir, seguir comiendo, amenazar, relajar a los chiquillos, en una sinfonía desordenada que tiene poco que ver con cierta concepción aséptica del séptimo arte. Los burdeles (casas de tolerancia), emparentados con los manicomios, habitados por pobres desgraciadas de la guerra, casi todas idas, sumidas en el mismo desprecio que muestran a los hombres en desfiles caóticos. La iglesia, atiborrada, harta pero aún insatisfecha, con la sonrisa de hiena en banquetes desorbitantes, acariciando la cabeza de los niños... Fellini filma los edificios y el suelo, los monumentos y los arrabales; transita un tráfico infernal, con burros despanzurrados en el asfalto, y la dolly guareciéndose de la lluvia. Conecta la Roma de los césares entre una representación teatral casi de geriátrico, y la elocuente metáfora de los frescos subterráneos, que sólo han podido conservarse a salvo de todo oxígeno. Esta Roma es acogedora y cruel; atronadora y sugerente; casta y ninfómana. Y como esa puta que se baja de una moto, sólo para echar un vistazo desde la colina, su mirada resume miles de años de historia, para demostrarle a Woody Allen, por ejemplo, que sólo se puede entender esta ciudad entrando por la boca y saliendo por el culo...
Maravillosa. Irrepetible.
Saludos.

sábado, 5 de diciembre de 2009

La semana entera al sol

I VITELLONI (Los inútiles), fue la tercera película filmada por Federico Fellini y la primera en la que, con más descaro, el genio de Rimini empezaba ya a mostrar las constantes maestras de su cine. Esto es (o puede ser, claro), la intensificación de la melancolía; los grandes espacios que van mostrando espacios cada vez más pequeños; la insalvable diferencia entre una clase de personas y otras, cualesquiera que sean; y, por encima de todo, esa ensoñación que sólo le pertenecía a él, por tratarse de un sueño con los pies en la tierra.
I VITELLONI es, simplemente, la peripecia de un grupo de amigos en una pequeña población de provincias; unos hombres-niños que se resisten con todas sus fuerzas (rondan la treintena) a ingresar en ese mundo lleno de responsabilidades y sinsabores que es la maurez. Ninguno trabaja, sisan a sus protectoras madres, son habituales de tascas y billares y pasan el tiempo dando aburridos paseos por esa bahía que mostraría luego Fellini en LA STRADA, tan cargada de connotaciones metafísicas como vacía de ampulosidad. Una especie de LOS LUNES AL SOL dada la vuelta, pues aquí el trabajo es el monstruo que no se quiere tocar. No hay más que ver la excelente escena en la que uno de los "inútiles", que ha dejado embarazada a su novia y ha tenido que casarse forzosamente, es recomendado por su padre para trabajar en una tenebrosa tienda de reliquias religiosas, mientras sus amigos (la tentación) pasan por delante del escaparate, mofándose de su "reclusión", mientras van camino de la taberna. Mención aparte merece la espectacular escena de la fiesta comunal, especie de orgía desprejuiciada en la que todas las vergüenzas son puestas al descubierto y que concluye en una terrible mañana de holocausto resacoso, con un Alberto Sordi ebrio y desgarrador, que da el descabello a una historia mucho más amarga de lo que uno presuponía al inicio. Mientras el neorrealismo trataba de dotar de dignidad a los que les fue arrebatada la misma tras la guerra, Fellini dirigía su cámara a otra parte, a los que prefirieron la evasión, a los que nunca fueron héroes.
Saludos inútiles.

domingo, 11 de enero de 2009

El fin del sueño, el principio de la pesadilla

8 1/2 es un sueño; no puedo creer que Fellini haya estado frente a una mesa de trabajo pensando cada vericueto de un film sin forma ni destino; sí puedo creer en Fellini despertándose a las cuatro de la madrugada envuelto en sudor y susurrando: "lo tengo, lo tengo"...
8 1/2 es la imposibilidad del director de cine para vivir fuera del circo permanente que él mismo ha creado. Guido Anselmi ya no puede hacer más películas porque le parecen ridículas e innecesarias; observa el comportamiento de la gente a su alrededor y comprende que nadie es auténtico, que todos representan un papel según les convenga. Es la némesis del creador, no poder transformar la realidad.
En 8 1/2, los personajes y las situaciones son deliberadamente artificiosas, no hay espacio para la naturalidad, porque Fellini, el gran distorsionador, manipula antes de ser manipulado. Ecos de Griffith, de Walsh, Eisenstein o Gance... el fin de una época. Pero por encima de todos ellos, una gran sombra que todo lo cubre. Si han leído "La montaña mágica" lo comprenderán. Anselmi no es más que otro Hans Castorp desleído en un vórtice de situaciones y personajes que lo reducen al mero papel de espectador, que no le permiten desarrollarse más allá. Y también en 8 1/2 hay un balneario que cura las penas, y asistimos al peligro de la seducción reprimida, y al fracaso de las expectativas, así como a la enfermedad imaginada como pretexto para la reclusión, para estar a salvo del peligro de vivir.
La última y megalómana escena de 8 1/2, el famoso desfile alrededor del decorado inacabado de la película inacabada, nos advierte: la época dorada del cine está a punto de acabar, o hay un cambio radical a la hora de enfrentar la figura del creador o todo acabará siendo una payasada, una enorme y costosísima broma. Y Fellini era único haciendo reflexiones...
Saludo y medio.

lunes, 2 de junio de 2008

Me llaman calle

Lo primero es pedir perdón por haber utilizado el nombre de un tema del pesado de Manu Chao.
Lo segundo es dar las gracias a Nino Rota por hacer que broten lágrimas francas con apenas un par de compases.
Lo tercero, una cosa bien sabida: Fellini es el director italiano más grande de la historia.
Sé que las voces discrepantes serán muchas, pero, curiosamente, me alegro, ya que eso habla muy en favor de una cinematografía (la italiana) que desde hace ya más años de los deseados se encuentra en una especie de stand by creador. Y eso que antes de la irrupción "nouvellaguera", la bota de Europa reinó dentro y fuera de sus fronteras ¿O es que alguien hubiese concebido, por ejemplo, A BOUT DE SOUFFLE sin haber visto antes ROMA, CITTÁ APERTA? ¿o la demasía colorista de LE MÉPRIS sin la genial paleta del desbordante Antonioni?
Mi reivindicación de Fellini (no hace falta, claro) está encaminada, sobre todo, hacia su imaginería, pues los temas, por aquel entonces (me refiero a los cincuenta y sesenta), ya iban dados.
LA STRADA es el perfecto ejemplo en el que se utilizan todos los elementos del neorrealismo en beneficio del barroquismo felliniano ¿pueden coexistir dos cosas tan diferentes? ¿cómo se hace para, con extrema sensibilidad, mostrar una historia arquetípica del microverso neorrealista y que siga, cincuenta y cuatro años después, siendo tan universal?
La historia de Zampanó y Gelsomina, la del taciturno forzudo ambulante que compra (y Fellini no tiene, felizmente, ningún empacho en usar este tan neorrealista recurso) a la campesina deseosa de ver mundo, de convertirse en artista, también es la historia, por ejemplo, del Quijote y Sancho Panza, o la del gordo y el flaco, o, más recientemente, la del gruñón Shrek y el asno que, mira tú por dónde, termina por robarle todo el protagonismo.
La verdad es que Anthony Quinn (aun con doblaje italiano de por medio) está inmenso. Es la sinrazón de la fuerza y el sufrimiento de la miseria. Una gama de matices que resulta imposible encontrar actualmente (quizás Keitel).
El contrapunto perfecto es Gelsomina, una Giulietta Masina que toca la trompeta (nunca olviden la escalofriante partitura de Rota), mimetiza a Chaplin como jamás cómico alguno lo haya hecho en la pantalla y pone al descubierto que Zampanó, aunque profundamente enterrado, también tiene un corazoncito.
Y luego está la calle, como bien dice el título. La calle es un personaje más en este místico ejercicio de realidad. La calle se ve, se siente, vemos a la gente asistiendo a los espectáculos, la vida en las tabernas, el circo ubicado en las afueras de la gran ciudad reclamando su exotismo, el no tener nada que ver con rutina alguna. No he visto nunca filmar la calle como la ha filmado Fellini, pero claro, si encima algo tan cotidiano, tan visto por un urbanita, es capaz de evocar una poesía visual tan brutal, entonces no hay duda de que nos encontramos ante una cima más del cine y de que son ya demasiados los que, sin nada que decir, se suben al carro de cierta absurda estética circense. Omito nombres por no herir sensibilidades, pero espero, al menos, haber sido lo suficientemente sutil al principio de esta reseña que sólo pretende servir como pequeño homenaje a uno de los magos de esto tan complicado que se llama cine.
Un saludo desde el alambre.
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!