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martes, 24 de agosto de 2021

Katanas en horas bajas


 

La filmografía de John Frankenheimer daría para un análisis, lo suficientemente concienzudo, como para arrojar luz sobre la eterna cuestión entre el currante nato y las decisiones incomprensibles. Merece la pena hacer un recorrido por ese gran puñado de títulos que oscilan de lo magistral a lo risible, del trabajo alimenticio a la inspiración para generaciones posteriores. Una película suya, hoy muy olvidada, que ejemplifica todo esto a la perfección es THE CHALLENGE; inesperado cruce entre el cine de artes marciales y el thriller exótico. Con un inicio muy bien rodado, y que explica la obsesión de una familia enfrentada por la posesión de dos espadas desde los años 40, tras un trágico accidente que dejó al heredero en silla de ruedas. Son unos 15 minutos interesantes, sin sobresaltos, pero que empiezan a torcerse cuando toca satisfacer la cuota de pantalla. El minusválido viaja a Estados Unidos (¿por qué?). Lo primero que hace es ir a un gimnasio a ver un combate de boxeo (¿por qué?). Le ofrece una pasta gansa a un simple boxeador aficionado, que además es despedido como sparring (¿por qué?). El trato, sin anestesia, es viajar a Japón, conocer al patriarca de la familia (un lunático obsesivo-compulsivo que vive como en la edad media) y restaurarle la espada de marras ¿El motivo? pues que un japonés no puede llevarla de América a Japón, pero un americano sí (este "¿por qué?" es ya indefendible). Protagonizaba el estupendo Scott Glenn, que hace lo que puede para solventar un personaje ridículo con un peinado aún más ridículo, y Toshiro Mifune como un cascado samurái en busca de venganza. Se salva un poco por el oficio de Frankenheimer, la música de Jerry Goldsmith, la escena de las langostas (hoy no se podría rodar) y algún destello de guion de un joven John Sayles, que daba sus primeros pasos en la industria.
Se puede ver como curiosidad completista, pero es un título muy menor de su director.
Saludos.

miércoles, 30 de julio de 2014

América esquizoide



Y, bueno, vayamos con el tercer título "prometido" de John Frankenheimer; nada menos que SECONDS, de 1966, un devastador y terrorífico relato acerca de la pérdida de la propia identidad. Aunque sería más ajustado hablar sobre la no aceptación del yo y la voluntad de ser otro, una metamorfosis trascendente y programada para obtener un cierto estatus de felicidad, aunque con un caro precio: despojarse de quien una vez se fue. La película es oscura, fría, poco amable, una especie de advertencia sobre los cambios que el cine norteamericano empezaba a atisbar al mitigar el recurso clásico y buscando fórmulas que lo emparentaran con nuevos lenguajes narrativos. Todo comienza con un misterio, un largo preámbulo de tintes "lynchianos" en el que un banquero de mediana edad recibe una extraña nota con una dirección; lo que encontrará allí superará sus expectativas, máxime al recibir la llamada de un viejo amigo que creía muerto. Este hombre, perdido, temeroso, alberga una idea fija: su vida nunca le ha gustado y no puede perdonarse no haber luchado por sus sueños de juventud. Ahora todo puede cambiar, le es prometida una nueva vida, la vida que siempre deseó tener; será un joven artista, soltero, rico, envidiado... Por un lado, Frankenheimer usa el archirreconocible rostro de Rock Hudson como lienzo en blanco para retratar a un hombre que no se reconoce a sí mismo y que tiene ante sí el terrible dilema de ser otro; lo que parece ser idílico deviene pesadilla, y puede rastrearse claramente en una América que intentaba, por entonces, sacudirse los fantasmas de la guerra, o más bien mostrarse ante el mundo con una cara más saludable y amistosa. Signo de los tiempos, a los que John Frankenheimer, un director en perfecta sintonía con cada momento histórico, no podía sustraerse. SECONDS es una metáfora hiriente, un extraordinario ejercicio de relajado suspense y una especie de precursora de otra obra maestra, ésta contemporánea: nada menos que THE MASTER.
Apasionantemente escalofriante.
Saludos.

martes, 29 de julio de 2014

América paranoica



SEVEN DAYS IN MAY comienza con un equívoco bastante inteligente: pancartas frente a la Casa Blanca, disturbios, la paranoia nuclear de hace cincuenta años. Seguidamente, dos altos cargos militares, General y Coronel, dan cuenta frente al Senado; sus gestos y palabras parecen calculados, poco naturales. Es la blasfemia de la intervención militar como única alternativa posible al fracaso democrático. El presidente de los Estados Unidos parece un hombre perdido, acogotado por la falta de confianza del pueblo; el médico no ve claro el estado de su salud. Los militares, regios, seguros de sí mismos, comparten una camaradería que les convierte en hombres que saben cómo actuar, de manera precisa, en el momento preciso. Llegado el momento, John Frankenheimer vira por completo las insinuaciones y las transforma en certezas: el General pretende hacerse con el poder usando, si fuese necesario, la fuerza, y basándose en la debilidad presidencial para afrontar lo que él considera un inminente ataque del bloque soviético. Y no logro imaginar, en la actualidad, un manifiesto pacifista más inteligente y sutil; con los galones del thriller político-militar clásico, Frankenheimer pone a todo un país frente a sí mismo, al miedo que lo atenazó (quizá aún sea así) y justificó algunos de los actos más reprobables y repugnantes del Siglo XX. Y el guion de Rod Serling es muy bueno, y el crescendo atrapa al espectador poco a poco, con suavidad. Y luego está el monumental elenco, brutal, con un protagonismo absolutamente repartido entre algunos nombres que puede que les suenen: Kirk Douglas, encarnando a un militar obligado a enfrentarse a su propia conciencia; Burt Lancaster, en uno de sus mejores papeles, capaz de transmitir una fiereza contenida casi sin inmutarse; Fredric March, como un muy creíble y nada caricaturesco presidente; el gran Edmond O'Brien, con un papel hecho a su medida (un senador con serios problemas con la bebida) y que le valió una nominación a los oscar; e incluso una Ava Gardner ya en su declive físico, pero que tiene una escena memorable junto a Douglas.
Ya no se hacen películas así, y, presos como estamos de nuestra propia tontuna existencial, bien haríamos en cruzar los dedos... y no por los rusos...
Magistral.
Saludos.

lunes, 28 de julio de 2014

América violenta



Debo confesar (no es ninguna disculpa, porque para mí esto es un placer) que este final de mes se me ha hecho cuesta arriba para mantener una actividad bloguera decente, alternarla con un visionado abundante de cine y, además, intentar ser una persona humana y relacionarme con mis congéneres... Y eso que del trabajo ni hablo... Pero, anyway, porque los amigos son los amigos, y si además son tocayos pues mejor; y como yo le prometí a un tocayo mío que tiene mucho salero y sabe mucho de muchas cosas que pondría aquí al Frankenheimer que a él le gusta, y como me dejó tres referencias ineludibles... Pues eso. 52 PICK-UP, con la que no estoy de acuerdo que sea un J. F. menor, quizá algo atenazado por la terrible presión que los Golan/Globus ejercían por aquellos asesinos años ochenta sobre sus directores-víctimas propiciatorias. Y me parece complicado sacar un buen material de ahí, pero Frankenheimer dispuso de una vertiginosa novela de Elmore Leonard para dejar claro que lo suyo es narrar con oficio y calidad, a la vieja usanza. Y además está Roy Scheider haciendo de héroe improvisado, un tipo al que chantajea un trío de villanos de los que deberían tomar nota los directores actuales, tan dados al maniqueismo esposado. También está Ann-Margret (¿se acuerdan de Ann-Margret?), aunque su presencia es bastante testimonial. Lo mejor es la entidad con la que Frankenheimer dota a sus personajes, haciéndoles interactuar según sus propias motivaciones vitales; lo peor es cierto cansancio llegado el momento de las tortas, porque la gracia aquí es el juego psicológico (yes, como en un juego de cartas) emprendido por el ladino Scheider cuando se ve entre la espada y la pared. Y dos curiosidades: el guiño (sólo en versión original) a "El gran Gatsby" y la alucinante escena de la fiesta, trufada de celebridades del cine porno de aquella época... Les reto a que reconozcan algunas..
Muy entretenida, sí señor...
Saludos.

viernes, 11 de julio de 2014

Últimas pasiones



El otro día rescaté una película magnífica, anticipadora de gran parte del último y mejor cine norteamericano; doy fe de que es así y de que la innovación me parece más un tema rotativo que lineal, al menos en cuanto a que un gran director, como es John Frankenheimer, logre conquistar una importante cuota de libertad creadora. Con el nada baladí trasfondo del celebérrimo tema de Johnny Cash, I WALK THE LINE empieza con la imponente figura del sheriff Tawes (Gregory Peck) aburriéndose en una carreterita cualquiera en algún lugar perdido de Tennessee. Antes, Frankenheimer inserta algunos fotogramas "reales" de "gente real", un recurso extraño para la época y que, con los acordes del hombre de negro, me trasladaron (magia o sugestión) a uno de los momentos que más hemos celebrado últimamente: TRUE DETECTIVE. Mucho hay de uno en otro, no sólo por la ambientación sureña, sino por basar su armazón en el descubrimiento de lo oculto tras toneladas de cotidianidad aceptada. No tan escabrosa como la serie escrita por Nic Pizzolatto, la novela de Madison Jones ramificaba sus asertos desde la pétrea dignidad del sheriff hasta su hastío matrimonial, acentuado tras el accidentado encuentro con la bella y salvaje Alma McCain (Tuesday Weld en plenitud), típico residuo redneck de moral tan floja como inescrutables intenciones. Tawes descubre la pasión que hace tiempo desapareció de su rutinario matrimonio, pero también que hay unos McCain, efectivamente rednecks, que destilan whisky ilegal y que piensan aprovechar el encoñamiento del sheriff para manipularle. Incrustada en una convicción admirable, I WALK THE LINE se olvida de cualquier género para mostrar un ramillete de personajes desnudos, frágiles, indefensos ante el más mínimo cambio en una sociedad que no los admite sin cobrar un alto precio. Frankenheimer siempre fue un narrador acojonante, igual que Johnny Cash; ver esta película, 44 años después de su estreno, confirma la vigencia de ambos artistas, de cómo pueden enlazar, sin esfuerzo aparente, con generaciones posteriores que reclaman para sí su legado.
Emocionante e intensa, y con un final difícil de olvidar.
Saludos.

viernes, 14 de junio de 2013

Esperando a Hickey



THE ICEMAN COMETH, además de atreverse en un larguísimo formato televisivo con la obra de Eugene O'Neill, ponía al día el loable intento que, trece años antes, ensayó Sidney Lumet con resultados discutibles. Y es que es ésta una obra pensada para el teatro desde su mismo planteamiento, en el que la pesada y alcohólica atmósfera del bar, en la que un grupo de alcoholizados perdedores debate asuntos entre lo mísero y lo sublime mientras esperan su Godot particular, compone una imparable maraña de diálogos, monólogos, declamaciones, reclamaciones y otros poderes a lo largo de sus intensas cuatro horas. Apoyado en unos actores de primera fila, Frankenheimer demuestra su personal visión de una obra de múltiples lecturas y la dota de una agresividad y desencanto superiores a los de su predecesora. Sin un verdadero protagonista (acaso ese Hickey que se hará carne hacia la mitad de la función), lo que O'Neill proponía era un paseo por la decadencia de quienes ya no esperan absolutamente nada de la vida, pasan pastosas e interminables horas balanceándose en sillas tan viejas y gastadas como ellos y cuya única ilusión consiste en esperar a ese "hombre de los helados", que llegará con dinero contante y sonante, y que les pagará su lento transitar hacia una desaparición sobre la que sostendrán multitud de debates. Lee Marvin daba vida a Hickey, el luminoso viajante mezcla de filósofo de tres al cuarto y redentor mesiánico; aunque su espectacular y extenso reparto se completaba con nombres como el de Fredric March, Stephen Pearlman, un jovencísimo Jeff Bridges o un inmenso Robert Ryan, que es el único personaje que se opone abiertamente a los sermones del que considera no más que un charlatán de pacotilla. Imprescindible para entender cómo demonios se hace cine en formato televisivo partiendo de una obra teatral...
Saludos en cucurucho.

domingo, 27 de febrero de 2011

Viejos amigos



Una de las cosas que más me han gustado siempre del cine de John Frankenheimer es su concisión a la hora de poner imágenes al género más rabioso y descarnado; incluso partiendo de guiones más o menos descabellados, su inmenso talento para esquivar tiempos muertos e insuflar nervio ha logrado salvar lo que en otras manos podía haber sido poco menos que un desastre. Y uno de estos films, aparentemente del montón, de los que suelen salir varias decenas del Hollywood menos decidido, fue REINDEER GAMES, un thriller con héroe inesperado, malos torpones y chica maciza. Para entendernos, Ben Affleck, Gary Sinise y Charlize Theron, que ponen cara a este sólido y trepidante film que empieza de la peor manera, suicidándose con una apuesta suicida que terminará siendo la gran baza de la historia. Affleck sale de la cárcel decidido a enmendar sus pasos, a ello contribuye una chica con la que se ha estado carteando y que, contra cualquier pronóstico, le espera puntualmente al salir, teniendo en cuenta que no se conicían de nada. La chica resulta tener un hermano un poco majara que además tiene una banda de criminales y pretende asaltar un casino; así que Affleck se encuentra de repente en una encrucijada que se irá complicando a medida que va comprendiendo cuáles son las verdaderas intenciones de unos personajes que ocultan (él incluido) mucho más de lo que muestran. Acción trepidante, giros de guión inesperados y un final de auténtico pasmo, son las credenciales de una película que pasa ya de los diez años y que sorprendentemente no tuvo mucha repercusión en su estreno, pero que yo suelo recomendar cuando alguien me dice que está un poco bajo de ánimo y quiere experimentar un subidón de adrenalina; para eso, el cine de género siempre ha sido el mejor de los remedios.
Saludos desde el trineo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Claves de género

El cine de género es un misterio, un misterio mucho más intrincado que la mayoría de obras de índole vanguardista que suelen traer de cabeza al cinéfilo medio. Y el cine de género, ese potro indomable que sólo pertenece a unos cuantos alquimistas de la imagen, ha dado un puñado de obras maestras, perdidas en un océano de basura de consumo rápido y olvido supersónico.
Uno de los grandes maestros del cine de género es John Frankenheimer, y una de sus obras maestras es THE TRAIN.
El aegumento de THE TRAIN no puede ser más simple, su ejecución sigue siendo un ejemplo de vigor y rigurosidad para cualquiera que se atreva a rodar algo semejante. En los últimos coletazos de la segunda guerra mundial, una facción nazi de la Francia ocupada pretende enviar a Alemania un tren cargado de valiosísimos cuadros; para ello, un oficial (estremecedor Paul Scofield) obliga al encargado de la estación (magnífico Burt Lancaster) que comande lo que comienza siendo una ruta suicida y termina como un imposible. Se conjugan aquí diversos elementos que enriquecen al film de manera notable. Por un lado está el oficial nazi, un enamorado del arte, capaz de sacrificar cuantas vidas humanas sean necesarias para salvar los cuadros. Por otro lado, Burt Lancaster, un antihéroe que asiste a la muerte de sus compañeros y que se pregunta cuántas vidas deben desaparecer para salvar un puñado de cuadros. Tras este tremendo dilema, la película se revela en todo su esplendor con escenas inolvidables, como el espectacular bombardeo de la estación (el bombardeo mejor filmado que he visto en una pantalla), el desvío del tren, por parte de la resistencia, mediante el cambio de carteles (lo que es no tener GPS...) o una escena final que no voy a desvelar aquí, pero que supongo que sabrán apreciar los que, como yo, disfrutaron de una gran película; una película de género y una lección de cine.
Saludos al tren.
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!