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lunes, 26 de diciembre de 2016
La gran familia
El escandaloso caso de los Puccio sacudió a la sociedad argentina a principios de unos convulsos años 80, una década que se inauguraba dejando en calzoncillos a un país que miraba hacia fuera sin mirarse de puertas adentro, donde los gusanos revolvían los cadáveres mientras se derramaba perfume para camuflar el olor. Y Pablo Trapero ha detallado gran parte de todo ello en EL CLAN, que, cifras astronómicas aparte, es, ante todo, un film tremendamente inteligente, fruto del trabajo de un cineasta que no cesa de depurar su estilo, menos seco y directo, cierto, pero más mordaz, poniendo el dedo en la llaga que más duele. EL CLAN avanza en dos direcciones muy definidas y que confluyen con elocuencia en el demoledor tramo final; por un lado, penetramos en el hogar de los Puccio, una familia de clase media-alta, con chicos universitarios y un cabeza de familia, Arquímedes (prodigioso Guillermo Francella), que trabaja como un gris funcionario, pero que se ha venido sirviendo de los favores estatales por su oscuro pasado como torturador del régimen. Es importante recalcar que Trapero, pese a dosificar convenientemente la narración, no emplea subterfugios para crear suspense, sino que este queda implícito en el siniestro día a día de la familia que mira para otro lado con tal de mantener su estatus, y lo que es más curioso, su reputación. Cuando Argentina empezó a cambiar y se airearon los armarios atestados de vergüenza, gente como los Puccio se vieron acosados, su intocable mundo de represión y autoridad se tambaleaba; los hubo que se rebajaron, otros huyeron, pero ellos se dedicaron a lo que habían venido haciendo desde siempre: secuestrar, extorsionar, torturar... Lo que EL CLAN pone de manifiesto, por encima del ejercicio de estilo, muy deudor de Scorsese, es una cierta discusión moral, porque allí donde no puede existir el arrepentimiento sólo hay un esforzado victimismo, labrado desde esa superioridad moral del que nunca tuvo que dar explicaciones. Arquímedes Puccio no entiende los cambios, y su conservadurismo, acogotado por dichos cambios, lo convierte en un espectro aún más sanguinario, feroz y amoral.
Imprescindible.
Saludos.
jueves, 10 de marzo de 2011
Lo que pasa cuando un director tiene libertad (y talento)
Se veía venir, esas cosas se ven venir; lo de LEONERA no era fruto de la casualidad, ahí se veía un director tremendamente serio y talentoso, un director alejado del cliché aunque apegado al género, que no es lo mismo aunque lo parezca. CARANCHO lo confirma y lo amplía; tiene más sentido del humor y más pasión, también tiene a un Ricardo Darín que hay que ver lo que ha crecido como actor desde que se concienció de que jamás dejará de ser un actor argentino, con todo lo bueno que eso conlleva. Y, claro, está Martina Gusman, que es otra cosa; una actriz de un talento descomunal, capaz de moverse por la pantalla como si siempre hubiese estado allí y de desvelarnos todos los detalles de su personaje casi sin soltar palabra. Ésta es una historia áspera, maloliente, sin ganadores, una historia que habla de los vampiros surgidos de la amoralidad proveniente de la miseria, un círculo sin fin del que no se salva nadie. Ella es Luján, una hiperestresada médico itinerante que atiende los múltiples accidentes automovilísticos de Buenos Aires con la única compañía del conductor de la ambulancia; él es un carancho. Un carancho es un ave de rapiña, aquellas que se alimentan con alevosía de los restos del desastre; él es Sosa (un Darín contenido y emocionante), un abogado que perdió la licencia para ejercer y ahora trabaja para un oscuro entramado que se dedica a provocar accidentes de tráfico para estafar a las aseguradoras; una cloaca absolutamente interconectada por la que veremos aparecer a policías, políticos, mafiosos de medio pelo, médicos y gente que se deja partir las piernas (y hasta el alma) por un puñado de billetes. Un asunto ponzoñoso y letal, del que Sosa intentará escapar con Luján, un último arreglo para huir y empezar, recuperar la licencia y la dignidad. El final de CARANCHO, de un hiperrealismo hiriente, confirma la tragedia que ya adelantaban las heridas de dos personajes que quedan marcados por dentro y por fuera, víctimas de un entorno que son incapaces de controlar. CARANCHO confirma a Pablo Trapero como uno de los nombres a seguir fervientemente, cosa que haremos por el bien de nuestro buen gusto. Palabra.
Saludos accidentados.
jueves, 22 de abril de 2010
La realidad, el realismo y lo que está en medio
LEONERA es la última película que me faltaba comentar de las que he incluido en la lista de las mejores de la década; la última y quizás la mejor, desde luego la mejor que no es de animación. La apabullante película de Pablo Trapero, para quien no la haya visto aún, ni cuestiona, ni polemiza, ni moraliza, ni abusa de tópicos y recursos, sino que acepta su propia imperfección y la usa en su beneficio de una forma pocas veces vista. Se nos cuenta (es un decir) la historia de Julia (I-M-P-R-E-S-I-O-N-A-N-T-E- Martina Gusman), que llega a la cárcel embarazada, desorientada y sin que se sepan exactamente los motivos. Trapero resiste la tentación del habitual exhibicionismo de los dramas carcelarios y, con un estilo moroso y preciso, nos coloca enfrente de las cosas tal y como son. Luego, superado el shock inicial, nos enteramos de que es imposible saber la verdad sobre el turbio asesinato de su pareja, cuyo amante masculino se ve envuelto también, aunque debo decir que nada de esto es relevante sino sólo un poco al final, cuando Julia ha de tomar una drástica determinación que deviene en un extraño y surrealista final, quizá el punto más polémico del film, lo que no es poco. Lo que hace de LEONERA, a mi juicio, un trabajo excepcional, es la implacable mirada de Trapero, que nunca elude mostrar lo que acontece en cada fotograma, pues nada es gratuito y a veces es necesario dejar el plano en el mismo sitio donde se ha iniciado. Julia es condenada por el asesinato nunca probado de su pareja; da a luz en la cárcel; cría a su hijo en la cárcel; el amante es puesto en libertad ante su estupefacción; su madre sólo la visita para llevarse al niño y su único asidero es una reclusa, también madre, con la que iniciará una relación nada convencional. Todo ello cabe en esta incontestable cinta, una experiencia que va más allá del mero retrato social-realista y que con su estilo descarnado y milimétrico pone al descubierto muchas de las miserias que aguardan a una persona cualquiera, quizá mañana, quizá uno de nosotros... Hace un par de años a punto estuvo de ganar la Palma de Oro; yo la vi hace uno y sigue siendo una de las experiencias más acojonantes que he visto en una pantalla.
Saludos entre rejas.
Saludos entre rejas.
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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...
¡Cuidao con mis primos!