Mostrando entradas con la etiqueta Carl Theodor Dreyer. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Carl Theodor Dreyer. Mostrar todas las entradas

jueves, 19 de septiembre de 2019

Películas para desengancharse #59



Se cumplen 91 años de uno de los puntos y aparte de esto llamado cine. LA PASSION DE JEANNE D'ARC, de Carl Theodor Dreyer, o "cómo filmar", así, sin más. Lo de menos es la historia, porque la historia es una chorrada, una leyenda que se creerá quien quiera, o un extraño cruce entre lo beato y lo bélico, aunque lo que le interesa aquí al director danés no es tanto esto último (apenas los últimos cinco minutos) como el registro minucioso, doloroso y sobrehumano del sufrimiento interior de una mártir ante sus jueces y verdugos. Y mucho de ello le debe Dreyer a Rudolph Maté, prestigioso director de fotografía que realiza un soberbio trabajo, especialmente con los rostros, auténticos protagonistas de este film mítico, referencia fundamental no ya del cine mudo, sino directamente del cine de todos los tiempos, marcando un antes y después en la forma de abordar las historias desde el punto de vista cinematográfico. Y habrá quien diga que es aburrida, o pretenciosa, incluso un mero regodeo pictoralista. A mí me parece una obra maestra, básicamente porque se la ha copiado mucho, pero nadie ha llegado a rozar su misterio, que también le debe mucho al rostro de esa actriz prácticamente desconocida que era Maria Falconetti.
Saludos.

lunes, 14 de mayo de 2012

Romanticismo extremo en el límite de la aniquilación



He visto GERTRUD dos veces; la primera me quedé frío (tenía apenas veinte años), la segunda, hará un par de meses, me indujo más que nada a reportar una necesaria reflexión, puesto que una obra tan fuera de modismos ni anclajes temporales no merece un simple comentario. GERTRUD, para quien no la haya visto, es una sucesión de postales de un estatismo rozando lo exasperante, en las que asistimos a las etéreas opiniones de la protagonista, una mujer de mediana edad, acerca de la necesidad de llevar la experiencia amorosa/romántica hasta sus límites. Es decir: todo o nada; no conformarse con una cierta seguridad (el matrimonio), pero tampoco con deslavazadas aventuras, sino abandonarse los amantes el uno en el otro, sin condiciones ni miedos. Esto, evidentemente, lo hemos visto tantas y tantas veces en libros de poesía romántica (me vienen a la mente Novalis, Keats e incluso Byron) que el condicionante de las imágenes filmadas, y en este caso incluso con cierta tendencia narrativa, no sólo desorientan al espectador menos avisado, sino que su evidente ralentización no ayuda a una mejor comprensión del mensaje ya implícito en la obra original de Soderberg. Es aquí donde debo ser consciente de que (y a pesar de lo poco que tiene que ver con su año de realización, ¡1964!) no es lo mismo ver GERTRUD en su momento de estreno que en pleno siglo XXI, aunque sólo sea por el poco aprecio que actualmente le tenemos los espectadores a una obra basada casi en su totalidad en pensamientos en voz alta. Otras voces más autorizadas que la mía han dado muchas versiones sobre la valía intelectual y artística (que no seré yo quien discuta) del que fue el último trabajodel maestro danés; yo, personalmente, prefiero otras obras suyas, pero no dejo de sorprenderme por la audacia de una película que alude al amor casi como una letanía fantasmagórica e inalcanzable, un ideal en el que almas sensibles no han de encontrar otra cosa que no sea su propia y patética perdición. Merece la pena revisarla, aunque sólo sea para constatar que no ha vuelto a intentarse un experimento semejante.
Saludos reflejados.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Entre la fiebre y el miedo

Otra noticia reseñable en el mercado de DVD (que no es donde compro los tomates) ha sido el reciente rescate del ostracismo más profundo de una curiosa película, una de las más curiosas que he visto, y no le faltan motivos. Se trata de aquel experimiento, carne de mecenazgo por los cuatro costados, que Carl Theodore Dreyer rodó en Francia con todo un señor equipo alemán (era 1931) y en la que desarrolló varios conceptos que en la época resultaron embriagadoramente novedosos. Primero experimentó un primitivo y audaz paso al sonoro sin dejar de lado las posibilidades plásticas del expresionismo mudo; por el otro, usó las enseñanzas mismas del cine expresionista para lograr una obra seguramente muy avanzada en aquel tiempo, pero que mantenía una distancia demasiado pronunciada con el espectador (e insisto: el de aquella época). Así, VAMPYR fue un fracaso tan rotundo que Dreyer se sumió en un depresión de caballo y no logró volver a rodar nada hasta doce años después... Cosas de la época...
Lo cierto es que estamos ante una película que ha sido objeto de numerosos estudios y comparativas, dado su misterioso carácter. No podría hablar de terror puro y duro, sino más bien de una especie de pesadilla en imágenes; todo muy brumoso y sin terminar de aclarar de qué se trata todo aquello que parece tan fascinante pero también tan voluble. El argumento no es más que el típico relato de tintes góticos en los que un forastero descubre un terrible secreto en el lugar al que acaba de llegar; y aunque Dreyer se empeñe en entretener al personal con esqueletos, ataúdes y brujas vampiro, todo eso termina por quedar en un segundo plano y ceder ante la imaginación visual de Dreyer y su acompañante de lujo tras la cámara, nada menos que Rudolph Maté. Vista setenta y ocho años después, con sus lógicas taras bien pulidas, una mejora considerable de su cavernícola sonido y un buen puñado de extras (lo que siempre se agradece), VAMPYR exige su exótico estatus de rareza de autor muy por delante de su supuesta afiliación con cualquier tipo de género. Así fue Dreyer antes de oficiar como resucitador oficial del reino.
Saludos vampirizados.

domingo, 22 de marzo de 2009

Cuestión de fe

Ésta es una de las cintas que tenía pendientes desde el inicio del blog y que tenía que comentar ya, si no reventaba. Voy a ser conciso y nada retórico: ORDET es una de las mejores películas de todos los tiempos; junto a otras diez o doce, supongo.
Y es curioso el fenómeno que se produce en el film de Dreyer, pues el tema fundamental sobre el que se asienta es la fe, la falta de la misma y la indefensión humana ante el misterio teológico. Yo tengo un montón de fe, pero nada de ella va dirigida a la iglesia, ni a un supuesto dios, ni nada de eso. Mi fe es un enorme puzzle donde entrarían diversas artes, una gran porción de vanidad protectora y esa causa perdida que se llama ser humano ¿Se puede ser más creyente?
Bien, a lo largo del rotundo metraje de ORDET, los personajes, imbuidos todos en un fuerte ambiente teológico, pecadores que arrastran sus pecados hasta los pequeños momentos de redención, preparan al espectador para la última experiencia, la experiencia imposible. La mujer muere y la sensación de injusticia se hace patente; no hay fe por tanto. Se puede discutir eternamente sobre la necesidad de Dreyer de mostrar el momento del milagro obrado en sí; yo no tengo dudas y sí una fe inquebrantable en que ese momento ha de llegar y ser mostrado. E insisto: soy monolíticamente ateo, lo que no es óbice ni circunstancia atenuante para que no alcanzase a experimentar esa sensación cercana a lo trascendente cuando Johannes, el santo que es tomado por loco, precisamente porque no puede separarse de su fe, se transfigura, abandona su hilo de voz y ORDENA a la mujer muerta que se levante. La mujer, como todos saben , se levanta; a partir de ahí, el cine de Dreyer deja de ser mera representación y nos obliga a mirar con temor el borde de la pantalla, allí donde acaba la imagen de la resurrección comienza un insondable color negro... el misterio que ni siquiera Dreyer es capaz de abordar...
Saludos redivivos.

sábado, 7 de junio de 2008

Perdón, olvido, ignorancia

Al final todos sucumbimos. Tras acabar de redactar la reseña de ayer, me entró una extraña morriña nórdica (supongo que a causa del incipiente y creciente calor estival) y he decidido rescatar al gran maestro danés.
Prometo hablar más adelante de su opus magna, la inabarcable ORDET, probablemente entre las diez maravillas de todos los tiempos.
Pero hoy me ocuparé de otro título significativo que se resiste, 65 años después, a abandonar el estatus de obra de arte.
DIES IRAE es continuadora de la gran tradición teatralista escandinava, de la cual Strindberg podría ser el maestro, Dreyer el continuador en celuloide y Bergman el discípulo aventajado y encargado de difundir definitivamente los códigos de la puesta en escena filosófico-reflexiva.
Pero dejémonos de sesudeces varias y hablemos de una película que primero denuncia la tozudez y crueldad con la que la iglesia ha fustigado a lo largo de incontables siglos tanto a la VERDAD como a la LIBERTAD, de las que siempre se ha creído guardiana y defensora.
Asistimos a la época medieval, en la que el miedo se hallaba instalado en el centro de todo y se nos muestra un insólito triángulo amoroso en el que nada puede salir bien. Un pastor ultraconservador, su mucho más joven y maniatada esposa y el hijo del primero que llega de visita. Con estos mimbres aparentemente sencillos, Dreyer invoca a todos los demonios provenientes de cualquier tipología de naturaleza trágica y lleva dicha tragedia hasta sus últimas consecuencias.
La joven esposa, harta de su semiesclavitud, seduce al hijo del pastor mientras los inquisidores ojos de la madre de éste (auténtica encarnación de la acusación eclesiástica) le hacen la vida imposible, manipulando al incrédulo pastor en su contra.
Para terminar de liarlo todo, una campesina conocida de esta singular familia es acusada de brujería y busca refugio en casa del pastor, donde la mujer se ofrece generosamente a ocultarla. Evidentemente, la anciana es descubierta, la nuera acusada de ocultar a una bruja y, de paso, la suegra aprovecha para poner definitivamente al descubierto la "escandalosa" relación entre el hijo y la madrastra. Uf!
Bueno, respiremos. Lo que sigue es el juicio sumarísimo en el que la mujer es acusada también de brujería, gracias a unas cuantas sesiones de tortura aplicadas convenientemente a la campesina y mostradas con gran crudeza para la época. El final de ambas se lo pueden imaginar.
Tantas idas y venidas podrían haber convertido a este clásico en un pastoso melodrama lacrimógeno, pero hablamos de un maestro de la puesta en escena que, además, arremete duramente (no sé cuál podía ser el efecto de un posible visionado en el Vaticano) contra la intolerancia, la sinrazón y la vergüenza, que se trata de enterrar por todos los medios.
La gran diferencia entre ORDET y DIES IRAE quizás sea que el apabullante misticismo de la primera en la segunda se convierte en todo un obús de realidad que denuncia a los denunciadores con la dosis justa de perdón y olvido, pero nunca accediendo a la confortable ignorancia.
Ardientes saludos.
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!