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miércoles, 15 de enero de 2014
El asesino que buscaba la vida
Ahora mismo, estoy seguro de que a nadie le parece una jugarreta darle a José Sacristán un papel tan alejado de su (odioso) encasillamiento como es el que Javier Rebollo y Lola Mayo le han diseñado a medida en EL MUERTO Y SER FELIZ. Lo primero porque le han llovido los premios y eso, además de resucitar los muertos, a un actor le hace inmensamente feliz. El personaje es un asesino que no asesina, sino que parece condenado a arrastrar tres cosas que pueden ser muy chulas, pero también muy jodidas: estar desencantado de todo, viajar a cualquier parte y quedarse mirando un culo sabiendo que no habrá nada más. Si en LOS LÍMITES DEL CONTROL, Jim Jarmusch enjaezaba el mito del asesino a sueldo con una indisimulada metáfora que le llevaba nada menos que a atomizar la idea misma de la creación artística, lo que Rebollo propone es aún más descabellado (y por eso más divertido): dar carne y sentido a el aventurero que todos tenemos en la cabeza y en algún momento nos hubiese gustado ser. Por esa razón, todo en EL MUERTO Y SER FELIZ parece "representado", de la forma en que una representación fílmica se encarga de notificar otra representación que se sale de su propia naturaleza; y por eso también las andanzas de Santos, morfinómano por obligación y putero por convicción, no tienen otra misión ni sustancia que no sea la de escuchar obedientemente la voz en off (quizá el punto más discutible [por Chanante] del film) para que el espectador se diga eso tan infrecuente en una película de las buenas: "Ah, que son actores". No hay medias tintas, pero sí una enorme tensión en dos aspectos aparentemente irreconciliables. A saber: la narrativa de Javier Rebollo equivale a una acelga fría en una encimera, pero tiene los santos huevos de poner a Sacristán a cantar... y entonces uno se emociona y le da igual lo que diga el de El País... ¡Como si importara!...
Saludos.
viernes, 27 de mayo de 2011
Fantasmas
He leído unas cuantas críticas, de esas especializadas, de las que pagan, acerca de LA MUJER SIN PIANO, la segunda película de Javier Rebollo, y creo firmemente (bueno, puede que me equivoque, pero a mí no me pagan esto...) que nadie ha entendido nada de esta bella alegoría sobre dejar de ser nosotros, aún más, el derecho que tenemos a escaparnos de nosotros, ya que es imposible escapar de nuestro entorno, algo que el film explicita y reitera hasta la extenuación. Yo lo veo claro, en absoluto me parece una película críptica ¿Una película críptica con depilaciones brasileñas, costillas en adobo, la Estación Sur de autobuses y hasta un majestuoso bocata de calamares en ese templo al colesterol que es El Brillante? A veces nos las cogemos con papel de fumar, y algunos no se cogen ni la suya con tanto equívoco. En LA MUJER SIN PIANO, Carmen Machi (a la que le tendrían que haber dado algún premio en alguna parte) es la mujer de un taxista que un día, después de masturbarse con el aparato de depilación láser, descuelga un cuadro sin saber por qué y sin saber por qué lo esconde, y sin saber por qué se pone una peluca y una gabardina, y se monta en un autobús de línea, y quiere coger otro hacia... Y en la estación conocerá a un polaco porque sus móviles tienen la misma sintonía, y también a una puta; y se dará cuenta de que no se puede fumar en ningún lado, y beberá coñac como si esa noche fuese a suceder algo. No hay dilema, no hay chistes, no hay intriga; lo que Rebollo nos pone delante de nuestras narices es el hastío, la banalidad, la torpeza de lo cotidiano; a nosotros mismos, seguramente. Nos molesta vernos en un espejo en el que miran también otros, son preferibles dramones insolentes e imposibles, retruécanos de brillantez argumental para justificar tal o cual desembolso. Bien, tengan entonces ante ustedes el viaje de Ulises (ida y vuelta), o la universal historia de Don Quijote y Sancho; vayamos si lo prefieren a Abbott y Costello, o mejor al Gordo y el Flaco. Tomen cualquier gran clásico, algo que ya damos por aceptado, ahí estará también el nada extraño viaje de Rosa, quizá su fantasma, puede que una proyección astral que deja a su marido durmiendo y se funde con la madrugada madrileña... Incluso le da tiempo a tocar un poquito el piano...
Saludos sin fagot.
sábado, 28 de marzo de 2009
Una peli de espías

No sé si a la gente que vio en su momento LO QUE SÉ DE LOLA le ocurrió lo mismo que a mí, que tenía unas ganas terribles de ir en busca de Javier Rebollo y decirle que estaba desaprovechando una excelente idea de partida. Porque hubiese sido un magnífico filón a explotar en nuestro país, un modelo de cine cercano al francés que no pierde de vista cierta tradición esperpéntica y reconocible. Hay una interpretación memorable de Lola Dueñas, una turbadora historia de soledades absolutas y tres o cuatro escenas antológicas, de las que se quedan en la retina, pero hay un problema de fondo, insalvable por tanto: ¿Qué punto de vista debe elegir el espectador? ¿cuál es la "cámara" que debe elegir? Me gustó LO QUE SÉ DE LOLA, me pareció, como digo, un arriesgado trabajo de honestidad y dignidad, pero se nota que Rebollo no tiene tablas, y cuando debía dar el coup de grâce se conforma con mostrar a quien no debía, a ese enigmático observador que nunca actúa, que sólo quiere ver, seguir viendo. Es por ello que al final todo se resiente, la historia y la forma de narrarla, como si nos hubiesen cambiado la película.
Lo mejor: ese personaje sin parangón conocido, una mujer de fragilidad inusitada, débil, torpe, tozuda, que se emborracha y se cae al suelo, que escupe su resentimiento contra los que la observan derrumbarse. Porque ahí está la película, en que todos somos potenciales espectadores de la desgracia ajena; en que preferimos seguir observando a echar una mano. De ahí la importancia que le daba al principio a dónde poner la cámara.
Saludos espiados.
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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...
¡Cuidao con mis primos!