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miércoles, 11 de septiembre de 2024

Los socios improbables


LE CERCLE ROUGE supuso la segunda colaboración entre Alain Delon y Jean-Pierre Melville, además del ejemplo más refinado del significado del "polar" como universo cerrado y plegado sobre sí mismo. Con una construcción de guion ejemplar, narra el encuentro entre tres criminales, Corey (Delon), que acaba de cumplir condena, Vogel (Gian Maria Volonté), que escapa de una férrea custodia policial, y Jansen (Yves Montand), un expolicía arrasado por el alcoholismo y que no dudará en embarcarse en un descabellado plan para robar una prestigiosa joyería en la Plaza Vendôme. Con un dominio majestuoso de los tiempos narrativos, Melville va construyendo pacientemente la identidad de sus personajes, diseccionando su psicología y extraer de ahí la totalidad del sustento argumental. En mi opinión le sobran algunos minutos de un metraje ligeramente excesivo, pero que permite a Melville, autor también del guion, esa atenta construcción de personajes, una de las más precisas del cine negro, género al que este título da cartas de nobleza, fabricando un clásico instantáneo, y seguramente la única continuación posible a EL SILENCIO DE UN HOMBRE. 
Imperdible.
Saludos.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Huir o empezar


 

En 1963, Jean-Pierre Melville adaptaba una novela de Georges Simenon, en la que se narraba la extravagante relación entre un banquero, obligado a huir a los Estados Unidos para eludir a la justicia, y un boxeador fracasado, al que adopta como una especie de guardaespaldas como único acompañante en su periplo. En realidad, L'AÎNÉ DES FERCHAUX termina siendo más un fino relato intergeneracional que el thriller que aparenta ser, y Melville incrusta su particular poética en mitad de estos dos hombres, tan diferentes en un principio, pero que terminan dependiendo el uno del otro, con formando una extraña familia. Y Belmondo compone uno de sus mejores papeles, con una química extraordinaria con el veterano Charles Vanel, registrando una cuestión de fe, cuando todos los indicios apuntan a la posibilidad, siempre presente, de una traición, la del alumno aventajado, mientras el viejo zorro, que se las sabe todas, va bajando la guardia y comprendiendo que, más que su perdición, ese joven desconocido puede ser su última oportunidad de redención, más moral que física. Melville rueda una película ardua de seguir, con continuos cambios de eje, y un pulso firme, pero que no es suficiente para elevarla a memorable. Un film muy reivindicable, pero que necesita de una gran exigencia para adentrarse en sus múltiples recovecos.
Saludos.

sábado, 13 de febrero de 2021

Las horas que no pasan


 

Las horas que no pasan son las que no pertenecen al tiempo. Y creemos que las vivimos, cuando no son nuestras, ni de nadie, tan sólo una ilusión que enmascara una verdad que sale fuera del tiempo. Así ocurre en LE SILENCE DE LA MER, con ese tiempo estancado, no vivido, que se establece en la palabra del hombre que se presenta como amigo, pero es tratado como enemigo. Así queda reflejado en el silencio compartido por el anciano, que apenas hace otra cosa que fumar en pipa, y su sobrina, que apenas hace otra cosa que coser infinitamente. Y ese hombre habla, habla sin parar, y en sus palabras no hay odio, ni rencor, ni amenaza, pero nunca podrá encontrar perdón ni consuelo, y mucho menos amor. Ni siquiera explicando su amor por el país al que acaba de invadir, ni suavizando su vestimenta; apenas obtendrá el calor de una chimenea, un silencio fúnebre, sin palabras ni intenciones. Jean-Pierre Melville filmó esta película sin género, sin protagonistas ni antagonistas, una ópera prima filmada pese a todo, incluso si hacía falta ser director, productor, guionista y montador. Una película antes poética que bélica, pero con una batalla que se libra feroz, la del silencio contra la palabra.
Saludos.

jueves, 18 de enero de 2018

Las calles mojadas de París



El cine de Jean-Pierre Melville está repleto de vasos comunicantes que interconecta la práctica totalidad de sus trabajos, lo que comúnmente se denomina como "constantes", pero que aquí encierran un significado más profundo y que es necesario leer entre líneas para comprender con exactitud. Si LE SAMOURAÏ representa la cúspide del antihéroe, un asesino mudo, frío, pero con un sentido inquebrantable del honor, el antecedente directo de esta obra maestra es otra. BOB LE FLAMBEUR es la disección de la personalidad de Bob, gángster retirado y jugador compulsivo hasta el despunte del día; un tipo al que todos conocen y al que todos respetan, incluso la policía. El film arranca antológicamente, haciéndonos acompañar a Bob por su periplo de partida en partida, ganando o perdiendo, sólo parando ya por la mañana, donde observa a una joven que parece recién llegada. Melville filma los rituales, capta la atmósfera de las calles despertándose, los marineros tomando la última copa, los carteles apagándose, la calles regadas... Todo un microcosmos que nos sitúa en la órbita del perdedor digno, confiadamente resignado, que arrastra un pasado oscuro pero no pierde unos modales y unos códigos de conducta exquisitos. Bob no es un asesino, ni tampoco parece un ladrón, y acoge a la chica sólo como un padre podría hacerlo, para protegerla de un entorno que él mira desde la distancia de los años. Y entonces surge la oportunidad de un último golpe, del asalto a un casino que supondría el retiro dorado y definitivo, por lo que se pone en marcha toda una secuencia de acciones, que Melville filma como un gigantesco preámbulo y que deja al descubierto las intenciones de cada personaje. También funciona como impecable retrato generacional, y no son pocos los que la señala como verdadero manifiesto pre Nouvelle vague. Ahí está el joven atolondrado que cae rendidamente enamorado de la no-tan-inocente joven (Isabelle Corey en todo su esplendor), el chulo resentido buscando venganza, el amigo incondicional que abre cajas fuertes. Y, por encima de todos ellos, Bob, que lo ha visto todo y no quiere ver nada más, y que nunca se ha resignado a su suerte por muy malas cartas que tuviera. Roger Duchesne, antiguo galán del cine francés, interpreta a este hombre, inteligente, cautivador, amane de la buena vida, pero efectivamente, como dcíamos al principio, con un código de conducta inquebrantable. La moral, una vez más, como único refugio de los abandonados.
Obra maestra.
saludos.

jueves, 22 de noviembre de 2012

La soledad del asesino 4



Es preciso saber que no hay nada ni por asomo casual en LE SAMOURAÏ, obra maestra de Jean Pierre Melville sobre la soledad. También sobre un asesino frío e implacable, pero sobre todo sobre la soledad de un personaje al borde de lo humano. Es por ello que cada pequeño detalle cuente en esta historia sin redenciones ni prisioneros, donde las calles oscuras y frías de un París invernal se transforman en una ratonera sin salida. Nada es casual, ni la estructura elíptica (tras el estallido central, el final es casi como el principio), ni unos códigos de honor aparentemente incomprensibles, ni la furia con la que todo un cuerpo de policía se lanza en la captura de un hombre al que ni siquiera le vale con una coartada perfecta y que parece desear su propia captura, quizá la única liberación para quien se sabe dueño de un fatal destino. Pero sobre todo no es casual el motor de este excelente film, un Alain Delon que es al género negro lo que Catherine Deneuve podría ser al drama romántico; es decir: un muro que no deja traslucir nada que no sea su desdén hacia quien no es capaz de seguirle el paso. La antítesis no ya del héroe cinematográfico, sino incluso del antihéroe; tal es el vaciado al que Melville somete a este samurái moderno, auténtico paria cuyo único compañero es un pájaro enjaulado que ni siquiera sabe cantar. Sobre su particular estuctura, sobresale la libérrima interpretación de los códigos habituales del cine negro, resaltarlos para subvertirlos, cuando no negarlos. Melville prescinde del crescendo y lo sustituye por una marasma de burocracia y metodología que se sabe inútil ante el lobo, primero solitario y luego herido, así que más peligroso; además de inventarse a un jefe de policía tan despiadado como el criminal al que ha de dar caza (sus razonamientos harían palidecer a un nihilista). Son 100 minutos de invención continua que dejan en el espectador que la ve por primera vez esa sensación de asistir a un acontecimiento, al nacimiento de un género dentro de otro género, de ahí también que quepa resaltar la virtud de Jim Jarmusch al rendir homenaje en GHOST DOG pero utilizando un discurso propio. Una obra maestra por muchos motivos, el más importante porque tiene 45 años y sigue sobrecogiendo al público actual. Imprescindible.
Saludos congelados.


domingo, 23 de noviembre de 2008

Secretos a voces


Que no existe el tiempo lineal ni ordenado en el cine es algo de lo que han dado buena cuenta, sobre todo, los artistas "multidisciplinares" que, afortunadamente, han osado meter las zarpas en el habitualmente reservado pastel cinéfilo. Uno de los ejemplos más claros lo constituye el díptico fil(r)mado hace ya casi sesenta años por Jean Pierre Melville y el gran Jean Cocteau; este último, uno de los últimos renacentistas, que yo sepa.
Melville filmó LES ENFANTS TERRIBLES, poliédrica y desafiante novela de Cocteau, en la que dos hermanos temperamentales y egoístas mantienen un tira y afloja emocional aparentemente banal e inocentón, que sirvió a Cocteau para coquetear con la inaccesible idea del incesto. No se trata sólo de provocación, sino, a mi modo de ver, de la incesante dadaísta de desestructuración de la familia como institución decadente y deformante. Muy adelantado a Solondz o Von Trier, desde luego; y mucho más afinado y sutil, pues es absolutamente necesaria la entrega de un espectador desprejuiciado y atento, que quiera asistir a la comedia humana con sus luces y sombras.
En LES PARENTS TERRIBLES, es el propio Cocteau quien se pone tras la cámara para rizar el rizo y ofrecer un triple salto mortal, pues se trata aquí de un triángulo esquizoide formado por un padre libertino, la madre de sufridora mentalidad y el hijo único, mimado y consentido, interpretado maravillosamente por Jean Marais. Cocteau introduce (por si no fuera suficiente) a la hermana de la madre, que secretamente aspiraba a casarse con el padre y a la pizpireta amante de éste, de la que el hijo queda inmediatamente prendado sin sospechar el lío de cornamentas al respecto. Lejos de caer en el vodevil oxidado de principios de siglo, Cocteau no ceja en su empeño de mostrar las veleidades de la familia absorta en su propio núcleo y vuelve a dejar caer pequeños detalles, aquí conformados por reveladores primeros planos, en los que se clarifican las contradicciones y sufrimientos de unos personajes a los que casi todo parece resbalarles, escudados tras las murallas de las convenciones, para acabar sucumbiendo ante sus propios "pecados"; por ignominia, omisión o simplemente hipocresía.
Dos grandes ejemplos de cómo las mentes abiertas han navegado por cualquier época, luchando los retrógrados y los estancados, haciéndonos pensar por encima de todo.
Terribles saludos.
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!