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viernes, 10 de septiembre de 2021

Las correspondencias


 

En LA SIRENE DU MISSISSIPI (título despistante donde los haya), Belmondo se puso a las órdenes de François Tuffaut para interpretar a un potentado, dueño de una fábrica de tabacos en la isla de Reunión, que decide casarse por correspondencia y poner fin a su solitaria existencia. Sin embargo, la mujer con la que ha estado carteándose nunca baja del transatlántico que da nombre al film, sino que es abordado por otra aún más bella de lo que esperaba, y que dice ser dicha mujer. En un santiamén, se casan, él fascinado por la enigmática presencia de Catherine Deneuve (y quién no), y ella por la magnífica vida que va a llevar de ahí en adelante, aunque no todo es lo que parece, ni parece lo que es, y el discreto socio de Belmondo presencia una extraña escena, aunque nunca llegará a contárselo por respeto. La sirena no era Deneuve, aunque podría serlo en un alarde poético, pero sí una mujer fatal a la francesa, de mirada gélida y rictus de verdugo involuntario. Belmondo hacía lo que podía por darle réplica, pero bastante hizo con soltar lastre de su coletilla de vividor sabihondo, y convertirse en un pobre diablo, capaz de perderlo todo por unos minutos de rechazo, en la más pura tradición sadomasoquista. A la Deneuve, Truffaut logró que nos enseñara su desnudez en un par de breves escenas, algo que el tiempo nos ha demostrado harto complicado, y nunca suficientemente agradecido. La novela de Cornell Woolrich, por su parte, tiraba del tremendismo de su prosa pantanosa y malsana; "Vals en la oscuridad" se desarrollaba en Nueva Orleans a finales del XIX, lo que dotaba de mucho más sentido lo que Truffaut convierte en un rocambolesco trajín intercontinental. Afortunadamente, su poética queda intacta, y el film avanza entre lagunas misteriosas y miradas como veneno para las ratas...
Saludos.

martes, 14 de noviembre de 2017

Wajda. Brillo y dominio #11



El tema de las películas por episodios, tan en boga allá por los años sesenta y setenta, ha dejado al descubierto, más que otras producciones más convencionales, la diferencia insalvable entre unos autores más dotados que otros. Y siendo muy benévolos, pues aún cuando el montante pueda ser identificado como un todo más o menos cohesionado, cosa que no ocurre las más de las veces. EL AMOR A LOS VEINTE AÑOS (prefiero traducir de primeras, dado el carácter internacional de lo que nos ocupa) era un proyecto que, sobre todo, le pertenecía a François Truffaut, que abría con el segmento más largo, y seguramente el mejor, un nuevo aldabonazo en la trayectoria de su alter ego, Antoine Doinel, aquí mostrado como un joven independizado a duras penas, que es empleado en una fábrica de vinilos y que se enamora, como no puede ser de otra forma, de una chica algo mayor que él, sólo para comprobar que el establecimiento y la costumbre son los enemigos mortales del amor, y aún peor, que los padres de la muchacha lo quieren como a un hijo, mientras ella "elige" para salir a alguien de su edad...
Luego, el nivel baja considerablemente con un episodio dirigido por Renzo Rossellini, vástago del director de TE QUERRÉ SIEMPRE, que ofrece un culebrón insulso sobre dos mujeres (¿20 años?...) que se pelean por un mismo hombre, las muy incautas... 
Algo mejor es el trabajo de Shintarô Ishihara, un hombre del renacimiento, cuya compleja y controvertida figura merecería una análisis más en profundidad del que puedo ofrecer yo hoy y aquí, y que, pese a desmarcarse también del supuesto epígrafe del encabezado, es casi un tratado sobre la oscuridad, en el que, más que el amor, lo que es retratado es la incapacidad para amar de un hombre, que sólo puede canalizar su frustración asesinando a las mujeres a las que se ve impotente para conquistar amorosamente.
El penúltimo episodio, dirigido por el prestigioso documentalista Marcel Ophüls, a la sazón hijo del maestro Max Ophüls, que prácticamente debuta en la dirección con un plomizo tratado sobre la responsabilidad de ser padres involuntarios y esas cosas que nos molestan tanto a los veinte años...
Sin embargo, y para no extendernos mucho más, el otro punto fuerte del film es el cierre, a cargo de Andrzej Wajda, un triste y algo angustioso vaivén emocional, el que va desde el impactante arranque hasta el desolador desenlace. Un hombre salva a una niña de ser devorada por un oso cuando ésta cae al foso por accidente; el suceso despierta los sentidos de una joven, que literalmente pierde la razón y abandona a su prometido (que no ha movido un dedo) y se marcha con el desconocido, del que luego sabremos que tiene un turbio pasado como soldado en la guerra, y que tras participar en un juego con los amigos de la chica cae derrumbado, víctima de sus fantasmas. Ella, que sólo tiene veinte años, vuelve al candor y dspreocupación de su antiguo novio, porque hay edades en las que es mejor seguir sin saber nada sobre la vida...
Saludos.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Pasión fría



Otro de los nombres míticos que se nos marchó recientemente es el de Jeanne Moreau, actriz inmensa, inabarcable e inclasificable; mezcla imposible entre Anna Magnani, Ingrid Bergman y Bette Davis, y musa de decenas de directores, que sucumbieron ante su dominio de la escena y magnética mirada. Son muchos los títulos que han aparecido aquí y que resaltaban el protagonismo de Moreau, que fue, además de actriz, directora, escritora y audaz librepensadora en un mundo y un mundillo que en demasiadas ocasiones ha mantenido a las mujeres, a conveniencia, como fetiches sexuales, sin mayor presencia que el contrapunto frívolo a los verdaderos protagonistas, los hombres. Y uno de los films que más significativos me parecen en relación a esta cuestión es LA MARIEE ÈTAIT EN NOIR, el thriller cubista que François Truffaut filmó en 1968, adaptando la novela de Cornell Woolrich y que le sirvió como intachable tratado feminista, aunque tirando por lo truculento, es cierto, pero que supone una interesantísima vuelta de tuerca al tema de los roles, no ya en los repartos cinematográficos, sino en cualquier ámbito de la vida. Una visión simplista la emparentaría con la falsa creencia de que se trata de un relato sobre la venganza, cuando yo lo veo más como un enfriamiento de las pasiones toda vez la verdad, indiferente y cruel, cae sobre el culpable que ha enterrado su delito con el cemento de lo cotidiano. Nada tiene que ver, pues, como he oído, con el díptico que Tarantino ideó hace unos años, ni tampoco con las variaciones sobre venganza de género del coreano Park Chan-wook. Truffaut engloba muchas más cosas, desde la insatisfacción sexual femenina hasta la hipocresía del eterno donjuán, encarnada aquí en cinco hombres que idealizan a la mujer, pero apenas la consideran más allá de su posible y efímero atractivo. Un absurdo crimen, cometido varios años atrás, es el punto de partida desde el que esta mujer, paradigma de todos los vicios y virtudes del alma rota en mil pedazos, irá urdiendo un frío y enigmático plan para acabar, uno a uno, con cada uno de estos hombres. Pero ¿por qué no?, también con cierta repugnante y trasnochada idea de la masculinidad...
Saludos.

sábado, 9 de junio de 2012

Toma de temperatura



Ha muerto Ray Bradbury, así que en El Indéfilo no podíamos ser menos y teníamos la obligación de recordarle ¿Cómo? Pues comentando una de las adaptaciones cinematográficas más famosas de su extensa obra literaria. No estoy seguro de que FAHRENHEIT 451, el inesperado experimento que Françoise Truffaut ensayó en tierras británicas, sea la de mayor calidad, de hecho, poco rendimiento se le ha sacado a un autor de tanta calidad, pero quizá sí sea el intento más deliberado de encontrar una correspondencia entre palabra e imagen, sin reparar en en ortodoxias o concubinatos demodés. El título, como ustedes saben, hace referencia a la temperatura a la que arde el papel, lo que le sirvió a Bradbury para imaginar un futuro bastante pesimista, en el que los libros son considerados objetos peligrosos (de hecho, para todo sistema totalitario lo son), y por tanto se ha creado un cuerpo de bomberos (nótese la ironía) encargado de quemarlos hasta la total extinción de los mismos. El incendio, por tanto, es la cultura, y el Estado el que se ocupa de sofocarlo... En sí, FAHRENHEIT 451 tiene un recargamiento formal que ralentiza el ritmo y cuyos ensimismamientos aportan poco a lo que importa de verdad, que no es otra cosa que la denuncia del analfabetismo de estado. A esto hay que sumarle (o restarle) el hieratismo de Oskar Werner y la banda sonora de Bernard Herrmann, que no es uno de sus trabajos más afortunados. Yo les recomiendo, por supuesto, el libro, pero si son empecinados y curiosos (como servidor, no crean), entonces pueden solazarse, por ejemplo, con la angelical presencia de la señora más bella de la historia del celuloide, Doña Julie Christie en plenitud de facultades físicas e intelectuales, reivindicación de la que nunca nos cansamos en este humilde y servicial blog, ya saben... Y es que el que no se consuela es porque no quiere... o puede...
Saludos flamígeros.

sábado, 1 de octubre de 2011

Lo contrario de lo normal




Veinte años antes de su "normalización", Truffaut rodaba JULES ET JIM, que no sé si es el summum del cahierismo más exacerbado pero desde luego que contiene un vaciado de imperantismo tan interesante como extrañamente imperecedero ¿Cómo si no explicar el vigor de unas imágenes destinadas, seguramente, a una fugacidad imperfecta? La misma que recorre de cabo a rabo este picassiano divertimento, a veces bohemio, a veces humanista, a veces esquizofrénico. Ahora bien, lo que sí creo imprescindible para entenderla esencialmente es ser uno mismo tan romántico como lo son esos tres ¿amigos? ¿amantes? ¿ninguna de las dos cosas? ¿las dos a la vez? Antes que un proustiano recorrido por los tiempos, los cambios, los estragos del tiempo y los placeres ocultos en los cambios de tiempo, Truffaut nos permite inmiscuirnos en la libertad romántica, una libertad que nos es insoportable hoy día, por lo que Jules, Jim y Catherine no son más que tres holgazanes inmaduros e hipócritas... ¿Es así, o simplemente nos escudamos en nuestra "normalidad" para rechazar lo que, rastreramente, hemos anhelado desde que nos dimos cuenta de que el reloj empezaba a dar las seis de la tarde? JULES ET JIM es cine, puro y descastado cine; y también es una declaración de intenciones incluso más potente que LOS 400 GOLPES, al menos lo es de una forma mucho más consciente. Y desde luego no podríamos entender a Eustache sin la torrencial verborrea de dos franceses y un alemán que se juran amor infinito, un amour fou esta vez sí, entre brindis mirándose a los ojos, carreras porque sí y paseos en bicicleta a ninguna parte. El amor es eso. Y la amistad. Al menos lo fue durante un tiempo. Ponerlo en imágenes no es sencillo, puede aparecer la sombra del ridículo en cualquier momento; nuestro fuerte y arraigado árbol de las convenciones nos mantiene frescos y saludables. Así es.
Saludos con mucho amor.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Lo normal



Me interesa muchísimo, cada vez más, esa última época de Truffaut, la que dedicó (evidentemente sin saber que habría de morir poco después) a indagar en las posibilidades de la normalización tras todas sus tormentas "doinelianas". Llámenlo, si quieren, aburguesamiento ¿y qué? ¿Es que los "cahieristas" no tenían derecho a plasmar lo que durante tanto tiempo les fue ajeno y hasta hurtado? Según lo que yo he podido ver, tanto en Rohmer, Chabrol o Rivette (por poner ejemplos cercanos), su bisturí ha sido más fino cuanto más cercanas han sido sus historias. Calificar LA FEMME D'À CÔTÉ como un mero drama intermatrimonial-pequeñoburgués, con sus celos, sus cuernos y sus ritos diarios sería dejarlo todo un poco a la deriva, cosa que no me creo de un director tan meticuloso como Truffaut. Igual que importa menos el lío casual-sentimentaloide que el órdago de sentimientos reprimidos, perfectamente engarzados en una línea narrativa cristalina y de pocas fisuras. El argumento nos habla de una casualidad fatal, la de un hombre y una mujer, ambos casados (y retengan el término, no es poca cosa ese pesar continuado), que una vez vivieron un romance de los que todo el mundo debería vivir alguna vez; ahí acaba el supuesto amour fou tan cacareado, y lo que viene después es un amargo relato de insatisfacciones, ataduras psicológicas y un continuo "cómo putear al prójimo". No veo tanto a Hitchcock y sí a Sirk; veo unos personajes temblorosos, muertos de miedo al mirarse al espejo; veo la decadencia de finales del siglo XX, a un Visconti de andar por casa. Veo a Depardieu y a la Ardant quererse, odiarse, amarse y destruirse por un mero hecho puntual, quizá por pura vanidad, por no querer renunciar a esa inesperada segunda oportunidad, o por no reconocerlo ni siquiera ante ellos mismos. Reconocer el declive, la futilidad, el pasar de los dias sin más objetivo que aguardar un final más o menos digno... y tranquilo. Sí, al final sí aparece Hitchcock, pero sólo para remarcar trágicamente que lo que empieza mal sólo puede terminar peor. Por cierto, impresionante secuencia final... No se la pierdan.
Saludos aquí al lado.

viernes, 14 de mayo de 2010

Amor garrapatero

Se ha estrenado al fin TWO LOVERS, y la excelente película de James Gray me ha hecho pensar, automáticamente, en un título del maestro Truffaut. Ya que la susodicha fue comentada aquí tiempo ha, no he podido sustraerme a hacer una muy personal comparación de la misma con L'HISTOIRE D'ADÈLE H., la introspectiva y muy sensible visión del director francés acerca de los amores imposibles, aquellos en los que la miseria emocional viene dada por la total entrega de una de las partes y el rechazo en forma de burla por la otra. Aquí, Isabelle Adjani realiza una de las mejores interpretaciones de su irregular trayectoria, dando vida a la díscola Adèle, hija de Victor Hugo y enamorada hasta las trancas de un oficial del ejército francés que, una vez consumados sus deseos, desaparece sin embozo alguno, dejando a la pobre Adèle desconsolada y machacada por su padre (que no debía ser muy fácil dar explicaciones al señor Hugo...). Adèle logrará dar con el paradero del oficial, en Nueva Escocia, y allá que irá totalmente embelesada. Truffaut realiza un admirable ejercicio de contención narrativa, dejando ver tan sólo la tensión acumulada por la pobre despechada y los azares que han de llevarla, irremediablemente, hasta la ruina moral y física. Por otra parte, y recordando el muy buen trabajo de los actores (el propio Truffaut se reservó uno de esos cameos que tanto le gustaban), es resaltablela estupenda ambientación de la época, a lo que contribuye una exquisita fotografía de otro gran maestro, Néstor Almendros. Y poco más puedo añadir que no puedan ver ustedes mismos si se deciden a rescatar esta pequeña gran película, con más de una agradable similitud con el film de Gray y ese sabor a buen cine que ahora debemos apreciar más, por lo escaso.
Saludos íntimos.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Espinoso jardín de infancia

Cuando hablamos de películas que cambian por completo la historia del cine, nos vienen a la cabeza algunas que nos parecen incontestables, donde los grandes maestros ejercen su poder y desarman al espectador ante ese torrente de imágenes poderosas, magras de argumento y desarrollo. Luego están las pequeñas revoluciones, como cuando Truffaut decidió alejar el cine de toda pomposidad, arreglarlo según las posibilidades de un novelista y enseñarle al espectador a no ser condescendiente, ni consigo mismo ni con la obra que iba a ver. Mucho tendría que ver la condición de "cahier" del propio Truffaut; mucho de ello encierra la significativa dedicatoria con la que comenzaba LES QUATRE CENTS COUPS. El resto es una de las rupturas más significativas en la historia del séptimo arte. Truffaut no sólo logra inaugurar la nouvelle vague (junto a Chabrol, no olvidemos) sino asentar unos parámetros en los que el autor se erige como figura indispensable, frente al ideal establecido en norteamérica del productor/magnate-estudio/factoría. Pero si la película no es buena, entonces lo demás hubiese dado igual.
Hablamos de una obra maestra absoluta del cine. Hablamos de un film hipersensible y nunca jamás sensiblero. Hablamos de un icono de la rebeldía y el inconformismo, Antoine Doinel, que encarna él solo todo el espíritu de esos cahiers, siempre hacia adeante, sufriendo los miedos y frustraciones de los que le rodeaban y querían infectarle de su miseria moral. Yo he sido Doinel, en la misma medida en la que cualquiera pueda identificarse con su odisea personal; y cada vez que veo LES QUATRE CENTS COUPS me rodea el raquítico aroma de los pupitres y las gomas de borrar y siento el mismo temor e incomprensión ante la injustificada crueldad del profesor que es incapaz de sentir nada dentro de su embrutecimiento de funcionario. Doinel sólo quiere escapar, ver el mar; por eso nos recorre un escalofrío cuando Truffaut se la juega en esa última instantánea sobrenatural, en la que la cámara busca desesperadamente (¿o es a la inversa?) la mirada ávida de sensaciones del niño que ha pasado bruscamente a ser hombre, aunque haya tenido que dejarse la infancia por el camino. Y también a mí me decían que copiaba, cuando en realidad lo único que hacía era la redacción por mi cuenta; el resto, que no se salía del camino marcado, era el que estaba bien mirado... Aún tengo muchas cuentas pendientes con la educación.
Cuatrocientos saludos, si hiciesen falta...
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!