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Eso es KÁRHOZAT, del húngaro Béla Tarr.
A Tarr pudimos verlo en el bisoñísimo festival de Sevilla, por lo que bisoño no es sinónimo de inculto, o de insensible. Y ese magiar insondable, con un pie en el existencialismo y otro en Tarkovski (a secas) dejó petrificada a una audiencia primero expectante, luego sobrecogida y finalmente entregada. Tal es la pureza visual de su cine; tal su demoledor discurso.
Tarr sabe de lo que habla, y si no sabe es que estamos ante un mago de la imagen. Pero no de la imagen modificada, al menos no más de lo que pueda modificarla la luz, pues parece como si la inmensa mayoría de directores hubiesen olvidado esta faceta del cine y se decantasen por lo virtual, reposado primero para desembocar en una urgencia incomprensible (¿Qué significa la palabra postproducción actualmente? ¿justificación de capital?).
Aunque no lo crean, han pasado veinte años desde que se filmó esta obra maestra. Si la ven ahora, no sabrían ubicarla en el tiempo, porque no es cine viejo, ni nuevo. Acaso una puerta abierta en la que debiesen mirar más directores. Futuro vivo de un arte que sólo en contadísimas ocasiones merece tal apelativo.
Yo no me atrevería a morirme sin haber visto algo de este genio.
Saludos.
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