La frontera final del horror es la representación; no hay nada más allá una vez ha sido visto ¿Pero visto? ¿Qué es exactamente lo que vemos? ¿Muñecos de goma? ¿hologramas en 3D? ¿Fotografías? ¿Ejecuciones? ¿Archivo?... Nadie ha logrado acercarse ni un poco a lo que tuvo que ser la masacre de millones de personas en los campos de concentración; nadie ha podido orbitar alrededor de la sistemática y pormenorizada elaboración de la muerte en masa. Sería demasiado largo, demasiado insoportable. Así que ¿qué queda? Quedaba, entonces, hace ahora unos treinta y cinco años, el relato oral de los testigos, los supervivientes; de uno y otro bando, e incluso (y esto es muy importante) los que estuvieron allí sin mancharse, los que miraron hacia otro lado. Eso es SHOAH: a día de hoy, el documento más importante y revelador sobre el Holocausto. En once años de trabajo, Claude Lanzmann recopiló tanta información que le era imposible poner en pie un relato medianamente inteligible para el espectador moderno, por lo que sólo le quedaba una opción: dejar hablar a la gente; que la expresión oral fuese la verdadera protagonista. SHOAH es, por tanto, una tortura no sólo para los pocos judíos que aparecen a lo largo de sus nueve horas de duración, sino para quien ose ponerse delante de sus reveladores testimonios. E insisto y aclaro: no tanto revelador por darnos información privilegiada, sino por el lujo que es escucharlo todo en primera persona; nada de citas, sólo el entrevistador, una intérprete y el entrevistado. Y en ese sentido, Lanzmann es implacable, monolítico, mordaz e inquisitivo sin perder jamás la compostura; un maestro del interrogatorio, dependiendo de si enfrente suyo se encuentra un peluquero judío que rapaba a los que entraban en las cámaras de gas; un antiguo oficial nazi, delegando sistemática y miserablemente su propia responsabilidad en los hechos; o un grupo de aldeanos polacos, que sonríen cándidamente mientras explican cómo los trenes atestados pasaban frente a ellos, mientras les hacían señas de que iban a ser exterminados. Hay alguna historia singular, como la del niño cantor que se salvó por lo bien que entonaba las canciones nazis y que sigue siendo un "judío" entre los habitantes de Treblinka; pero el mérito de SHOAH es la tenacidad con la que cumple su cometido de testimonio imborrable para unas generaciones futuras a las que bien les valdrá no olvidarse nunca de qué horrores innombrables ocurrieron en el "civilizado" siglo XX. Es imprescindible, es insoportable y es una de las películas más importantes de todos los tiempos; rebatir esto es tan ridículo como diletante. Si hay un documental que hay que ver sí o sí es éste.
Saludos finales.