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lunes, 8 de julio de 2013

De verdad... Jean Rouch #10



En 1965, Barbet Schroeder, como siempre adelantándose a su tiempo, concibió un curioso film coral cuyo leit motiv fuese la ciudad de París, sus calles, sus gentes y circunstancias, y todo supeditado a la libérrima visión de seis autores, seis directores sin más conexión que su deseo de homenajear a una ciudad como quien homenajea a una madre o una amante.
En el primer segmento, Jean Douchet se fija en Saint-Germain-des-Prés para mostrar una engañosa historia de espejos en la que una estudiante de arte norteamericana se despierta junto a un joven francés sólo para descubrir no sólo que no es quien dice ser, sino que su departamento no es más que el "caritativo" préstamo de quien finalmente abordará, sin soispechar nada, a la confundida joven.
Con el Gare du Nord de fondo, Jean Rouch ficcionaliza la realidad partiendo de un apacible desayuno y llevándolo hasta la calle en una magistral toma única. La convivencia se convierte en desprecio y, finalmente, en una inesperada tragedia en el que posiblemente sea el mejor episodio de los seis.
Jean-Daniel Pollet da un giro de 180º en el segmento que le dedica a la mítica Rue Saint-Denis y filma una cochambrosa habitación que servirá de encuentro entre un apocado friegaplatos asediado por el cuadro de su abuelo y una veterana prostituta de infinitas hambre y paciencia.
En la Place de l'Étoile (actualmente Plaza Charles de Gaulle), Eric Rohmer convierte al dramaturgo y actor de teatro Jean-Michel Rouzière en el reverso misántropo de Monsieur Hulot, que tras un patoso accidente, y gracias a su desmesurada cobardía, dará un giro a su cuestionable sentido de la conciencia. Hilarante episodio.
Mientras, Jean-Luc Godard va a lo suyo y enzarza a una pizpireta Joanna Shimkus (como si de una Anna Karina inconsciente se tratara) en un desquiciante juego de engaños y desencuentros entre un taller mecánico y uno de escultura metálica ¿?... (es Godard), y con dos telegramas cambiados como centro argumental en Montparnasse-Levallois.
Finalmente, Claude Chabrol demuestra por qué prácticamente nunca rodó en París y acota su visión de La Muette a un simple cartel publicitario; el resto ocurre en un escenario típicamente chabroliano, una casa burguesa en la que la criada sube las escaleras para consolar a papá, mamá se pasa el día hablando por teléfono de su desesperante vida y. mientras tanto, un chaval, harto de lo que le rodea, de oír sandeces en las copiosas comidas, se pondrá unos tapones que le harán la vida más agradable, pero quizá no a los que le rodean...
Film interesante, algo esquemático, pero que sirve para varias cosas, entre las que sobresalen las instantáneas de un París urbano y ligeramente hostil, tanto como para constatar el extraordinario cineasta que es Jean Rouch y la insobornable independencia de su cine.
Saludos.

viernes, 7 de octubre de 2011

Serenidad alterada



Mucho más sereno que en los otros "cuentos", Rohmer cerró esta inestimable tetralogía con un punto y aparte, el de la madurez en tiempos de la movilidad continua; o, por decirlo con otras palabras, demostrar que la elegancia siempre es sutil, lo que queda meridianamente patente en esta divertidísima película que no es una comedia, tristísima película que no es un drama, bellísima película que no es un tratado de estética. Así las cosas ¿qué es entonces CONTE D'AUTOMNE? Complicado reducirlo en palabras, mejor en sensaciones. Y mejor dejarlo en un enfurruñado revuelto de equívocos, deseos, atracciones, rechazos y otras delicias en el tenue sol viticultor de la Provenza... ¡Ay, la Provenza! ¿Acaso hay un mejor sitio para enamorarse, desenamorarse, echarle la culpa a los demás de nuestras desgracias y aun así brindar con ellos por la cosecha? Todo en uno; todo cabe en esta magnífica y ágil película de marcado carácter otoñal, con menos saltos temporales que sus antecesoras, más comprimida y compacta, y con dos personalidades protagonistas tan contrapuestas como complementarias. Isabelle es dueña de una librería, está felizmente casada y no sabe absolutamente nada de las cosas del campo; exactamente al contrario que Magali, viuda y dueña de un pequeño viñedo, y que vive obsesionada con la calidad de sus vinos. Isabelle se propone encontrarle una pareja a Magali, por lo que recurrirá a los anuncios de contactos, pero a sus espaldas, lo que desembocará en una serie de malentendidos realmente jugosos y que no desvelaré aquí; mientras que Rosine, la supuesta novia del hijo de Magali, y que juega a tres bandas con quien fue su profesor de Filosofía, hará lo propio con dicho profesor, más por quitárselo de encima que por otra cosa. En el cine de Rohmer, el enredo no es cualquiera cosa, y menos en esta película de apariencia ligera que lanza sus dardos al sitio donde más duele, no tanto el desamor como la asunción de cómo la edad va, imperceptiblemente, haciendo sus propios prisioneros. Y termino de la misma forma que empecé, el pasado invierno, a reseñar esta serie, recomendándoles encarecidamente la maravillosa compilación de Cameo e invitándoles igualmente a que sigan disfrutando del trabajo de un maestro imperecedero, uno de los grandes nombres del cine de todos los tiempos. Una pasada, vamos...
Saludos temporales.

sábado, 25 de junio de 2011

Momentos de dispersión



Siguiendo la tradición comenzada este invierno, sigamos con Rohmer y su CONTE D'ÉTÉ, a mi juicio el mejor y más logrado de los cuentos de las cuatro estaciones del director francés. Aquí, Rohmer hunde sus juguetonas manos en todo lo que de superficial y tontorrón tienen los amoríos veraniegos (incluso sus habituales tomas de contacto literarias suenan menos ampulosas), para ofrecernos las benditas vicisitudes de un joven llamado Gaspard (Melvil Poupaud en una de sus primeras apariciones importantes) que llega, solo, a una idílica playita de la Bretaña francesa; allí, tras rasguear un poco su guitarra y aburrirse soberanamente en mitad del bullicio, será abordado casi bruscamente por una chica, Margot, que es camarera en el bar donde va a comer (deliciosa, salpicante y encantadora Amanda Langler), con la que efectúa largos paseos repletos de dimes y diretes acerca de cualquier cosa, pero sin nada más. Un día, nuestro héroe ha de encontrarse, también de sopetón, con otra chica, Soléne, que le dedicó un par de miradas en una discoteca; ésta es de un carácter salvaje y poco reservado, y embarca (literalmente) al "pobre chaval" hacia sus más intensas y oscuras intenciones... pero tampoco nada de nada, que la muchacha será lo que ustedes quieran pero tiene sus principios. A todo esto, Gaspard, zarandeado más que seducido, casi ha olvidado a Lena, que es su chica de verdad (o eso le ha contado a Margot en un paseo) y que había quedado con él allí mismo, solo que casi dos semanas atrás. Así, Gaspard pasa (y he aquí la magia del guión de Rohmer) de unas aburridas vacaciones en soledad a tener que dividirse entre tres chicas totalmente diferentes entre sí y que le reclaman de formas muy distintas. El as en la manga, durante toda la película, lo intuimos, es Margot, la camarera aspirante a etnóloga; es la que glosa a la perfección las intenciones naturales de cualquier mujer respecto a un hombre que la atrae sin remedio. Ingenuamente, pese a que ella piense que, aunque sin maldad, mantiene la situación perfectamente controlada, da interminables vueltas en círculo, sopesando, atisbando, calibrando precisamente algo que no tiene forma ni peso ni color ni definición intelectual: el amor. La peripecia de Gaspard es aparentemente ligera, sin mucha reverberación más allá de su efímera circunstancia, pero todo ha de quedar reducido a la nada precisamente cuando Margot, que ha jugado a ser lo que no se puede ser (una amiga sin derecho a roce), descubre que es la única que de verdad está enamorada hasta las cachas del ingenuo Gaspard... justo cuando éste, en un giro benefactor del destino, logra huir de la fatídica playa y zafarse así de sus dos "mujeres-lapa". Un cobarde, sí, y un tipo con suerte, pero no demasiada, porque finalmente, en una bellísima escena, deja atrás, sin saberlo, a su único amor, puede que algo más que un simple amor de verano.
Si quieren pasar un par de horas de gozo cinéfilo, véanla, es cine de auténtica calidad.
Saludos a 40º.

viernes, 25 de marzo de 2011

La estación del color



Bien, Indéfilos; como lo prometido es deuda (me duele la boca de decirlo), aquí aprovechamos el reciente cambio de estación (algo que suele ocurrir todos los años) para acometer, tal y como lo hicimos el pasado invierno, "Los cuentos de las cuatro estaciones", de Eric Rohmer. Y, evidentemente, hoy debemos hablar un poco de CONTE DE PRINTEMPS, que además, rodada en 1989 y estrenada un año después, fue la primera de esta deliciosa serie de films acerca de los enredos sentimentales de unas personas cualquiera, víctimas de su propio tiempo y circunstancia; todo ello abordado con la claridad y buen gusto de Rohmer y, en este caso, sin ocultar su vocación alegremente pedagógica... ¡Como si el amor fuera una cuestión filosófica!... Pero ¿y si lo fuera? Todo arranca con una joven profesora de Filosofía que no puede quedarse en el apartamento que comparte con su pareja (aquí figura mítica e invisible, simple referente), aunque se trate sólo de un estado emocional; en el lado material, le resultará imposible estar en su propio apartamento, "ocupado" por una prima que prepara su graduación en París. Así las cosas, se irá casi a ciegas a una fiesta donde conocerá a una joven, casi adolescente, con la que conectará de inmediato y que la invitará a dormir en un piso propiedad de su padre, teniendo en cuenta que éste casi siempre está fuera, aunque no esta vez. A partir de aquí, con el campo bien abonado, Rohmer desliza suavemente su elocuente discurso por entre las idas y venidas emocionales, afectivas y amorosas de tres personajes: la hija, con una pareja casi de la edad de su padre y celosa asimismo de la nueva pareja de éste; el padre, desprejuiciado, con necesidades afectivas inmediatas y no tan enamorado de su joven pareja; y la profesora de Filosofía, un personaje ambiguo (casi masculinizado) y huidizo, que intenta no tomar partido en disputas ajenas aunque le coge un saludable gusto a "dejarse llevar" por una suave corriente que primero es la amistad y complicidad de la hija para después enredarse con el inesperado cortejo por parte del padre. Todo muy parisino, localizado sobre todo en una villita de las afueras de las que tanto le gustan a los franceses, cerezos en flor incluidos, con los habituales dilemas burgueses de Rohmer, que en manos de otro serían meros maniqueismos y aquí se convierten en verdaderos tratados humanos con los que (¡ay!, y es el último ay de hoy) muchos nos sentimos tan identificados, que...
Saludos primaverales.

viernes, 7 de enero de 2011

Frío, frío...



Uno de los habituales motivos de regocijo para los cinéfilos suele ser volver a Rohmer, a sus caramelos envenenados de aparente frivolidad y oculta reflexión. Este año que ha terminado hemos tenido la oportunidad de disfrutar con una excepcional recopilación en DVD de sus "cuatro estaciones"; y como en El Indéfilo no queremos dejarnos nada atrás, los iremos desgranando pacientemente a lo largo de este nuevo curso. Hoy, como no podía ser de otra forma, hablaremos un poco de CONTE D'HIVER.
Filmada en 1991, este "cuento de invierno" nos presenta en una precipitada apertura sin diálogos a Felice, una chica sin grandes aspiraciones intelectuales (por decirlo suavemente) que disfruta como una energúmena de los placeres carnales de un amor de verano puro y duro; de ahí nacerá una niña, pero Rohmer prescinde, a dios gracias, del rollazo sentimentaloide y nos enclava directamente cinco años después, en pleno invierno y con la pizpireta Felice llevando su vida en Paris, puesto que Charles, el fugaz amante, se marchó a Yanquilandia y nunca más se supo de él. Felice devana su incierto futuro entre dos sucedáneos de amores; Maxence, un peluquero bien situado y que va abrir un nuevo establecimiento en provincias, y Loïc, un encargado de biblioteca con inquietudes intelectuales y que disfruta, sobre todo, con largas charlas pseudofilosóficas con otros intelectualillos de su entorno. Así, Felice irá de un extremo a otro constantemente; de la seguridad económica de vida mundana del peluquero a las vertiginosas noches existencialistas del bibliotecario. Y mientras tanto, no pierde la oportunidad de soltar por esa boquita suya que su único amor verdadero siempre será Charles, lo que pone de los nervios a los otros dos amantes, que intentan convencerla sin éxito de que, tras más de cinco años de ausencia, sería un milagro toparse un día con el dichoso Charles... Bueno, no les cuento más porque me cargaría la película; ustedes pueden imaginar sin esfuerzo el desenlace de este entretenido cuento contemporáneo, quizá no el mejor de la serie pero con todas las constantes del cine del maesto Rohmer totalmente intactas. E insisto: inmejorable oportunidad la que tenemos este año para sumergirnos en esta fascinante serie con una lujosa edición de Cameo, así que...
Saludos invernales.

miércoles, 13 de enero de 2010

Tuvimos un leve momento de placer...

Como lo prometido siempre es deuda, y mucho más en las actuales circunstancias, ayer prometí una reseña de un film de Eric Rohmer, y aquí está uno de esos títulos que definen a este cineasta a la perfección y que puedo decir con orgullo que es uno de mis favoritos. LES NUITS DE LA PLEINE LUNE es equívocamente moderna, moderna y llena de equívocos o inequívocamente clásica, porque Rohmer abordó maravillosamente bien el eterno tema, el amor y sus enredos, en la que fue cuarta entrega de sus imprescindibles "Comedias y proverbios". Destaca el escurridizo papel de Pascale Ogier, que apenas pudo verse a sí misma en pantalla, pues murió prematuramente ese mismo año (1984), paradigma de la mujer moderna, liberada al tiempo que terriblemente indecisa, incapaz de decidir si prefiere una vida más contenida y estable u otra disipada y frenética. Entre flirteos, decepciones, descubrimientos y algún que otro intento de sublevación (el amor es entendido como militancia antes que filiación), es encomiable la suavidad y dignidad con la que Rohmer presenta sus innumerables secundarios en fiestas privadas, restaurantes y discotecas, conformando un universo en el que la protagonista entra con facilidad pero es incapaz de salir; el contrapunto es la pareja abandonada, con su metódica vida de deportista que desdeña la bohemia después retratada. Y entre estos dos opuestos se debate Louise, esa muchachita que basa su escasa fortaleza en un constante elogio de la diversidad, combatiendo el tedio de la quietud e intentando evitar una frivolidad que sobrevuela inteligentemente cada plano de esta pequeña obra que se revela con inusitada fuerza en su ambiguo discurso moral y que es claro ejemplo del talento de su director. No está de más revisar la obra de Rohmer, una de las fundamentales del cine europeo del pasado siglo.
Plenos saludos.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Ingenuidad sabia

Cercano a cumplir los noventa, Eric Rohmer deja en evidencia a culturetas desfasados (sí, sí. Los que son incapaces de coger una cámara porque carecen de discurso propio) y pipiolos desbordantes (y desbordados) de imágenes digitales. Precarios todos del más mínimo discurso coherente sobre por qué se hace el cine que se hace. Imagino a todos esos críticos babeantes, esperando en la sala de cualquier festival a soltar el hachazo y correr luego a sus guaridas de asalariado.
Hay que tener un par de cosas para, con 87 tacos, realizar una maravilla como LES AMOURS D'ASTRÉE ET DE CÉLADON: muchas ganas de contar cosas que ocurren de verdad y nos atañen a todos y, por supuesto, un buen par de huevos; en este caso, cocinados a lo largo de una intachable carrera de más de cincuenta años. Primero como crítico y luego como cineasta.
He leído un montón de barbaridades acerca de esta obra maestra contemporánea, y casi todas salidas de las mesetas cerebrales de quienes alaban BATMAN o SPEED RACER ¿? Soltar un discurso grandilocuente y metafórico sobre esta película sería una estupidez por mi parte, pues la fiel adaptación que Rohmer hace de la novela de Honoré d'Urfé es, ni más ni menos, el triunfo de la pasión juvenil (esa que tanta falta hace) sobre convenciones, creencias y tradiciones. No sé si el amor siempre vence, pero sí que siempre debería vencer. Y Rohmer ha sido, desde hace ya muchos años, fiel traductor de esas pasiones y desmanes (perdón por la apropiación) que hacen que nuestras ordenaditas neuronas se vuelvan locas y nuestro corazón lata no de sangre, sino de vida. A quien le moleste esto que se joda, peor para él.
Rohmer realiza un fascinante ejercicio de minimalismo donde otros más torpes (léanse Greenaway, Winterbottom o Gilliam [qué curioso, los tres ingleses...]) se dejarían llevar por un innecesario barroquismo; pues, insisto, se trata de un chico enamorado, una chica que no quiere ser fácil, las diversas pruebas que la vida pone a los amantes, las terceras figuras, los equívocos, las ansias... Sí, efectivamente: lo que nos pasa a todos cuando nos enamoramos. Y es en ese sortilegio, que muy pocos cineastas se atreverían a plasmar en imágenes, donde Rohmer encuentra su fuente de inspiración. Y es que yo, de mayor, quiero ser como él.
Pastorales saludos.
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!