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jueves, 23 de abril de 2015

La vida es sueño



¿Qué somos? o ¿Por qué somos lo que somos? Son preguntas que, ante todo, nos refieren a una causalidad a la que no pretendemos ser ajenos, sino que nos reafirman como identitarios de nosotros mismos, y precisamente en momentos de crisis de identidad, especialmente (y cruelmente) remarcables en la actualidad. Es SMULTRONSTÄLLET (FRESAS SALVAJES), quizá, la aproximación más sentimental de Ingmar Bergman a uno de sus temas capitales, el tiempo que permanece en la memoria, consciente asimismo de su propia inexistencia material. Por ello no es casual la larga escena onírica al principio, ni las constantes alusiones a la ensoñación como un estado más del ser humano; éste, el profesor Borg (magistralmente interpretado por el director y maestro de Bergman, Victor Sjöström), ni mejor ni peor que cualquier otro ser humano, solo que quizá aterrado por arrebatos de lucidez, que le ponen constantemente frente al mundo y a sí mismo. FRESAS SALVAJES es una inesperada road movie, un cinemático concurso de voluntades expuestas y contrapuestas, puestas en duda tan sólo para afirmar lo que ya sabíamos, que nada o todo es susceptible de ser cierto. Borg va recogiendo pasajeros, al tiempo que rememora su juventud, un tiempo que considera perdido o malgastado, pero también el último tiempo en el que se acercó a ser feliz. Va a ser nombrado Doctor Honoris Causa, pero esto le importa menos que recostarse en aquel rincón olvidado, donde crecían las fresas salvajes. Su historia no retrocede, avanza con la sensación de que a todos nos pertenece ese momento crucial, un punto de no retorno con el derecho a disgustarnos por una extinción que juzgamos injusta, y baste para ello un sencillo contraplano frente a un espejo, quizá la realidad menos real de todas, menos, incluso, que un sueño...
Saludos.

sábado, 31 de diciembre de 2011

La cima



No se me ocurre un título mejor que FANNY OCH ALEXANDER para clausurar este año que para El Indéfilo ha sido intenso a más no poder. El final del año, el comienzo de otro; las convenciones familiares, los susurros esquinados, las buenas intenciones ahogadas por los gritos de autoridad. La represión, la infelicidad, el asesinato de la inocencia. Hombres y mujeres reunidos, débiles y fieros, con carne ante ellos; ellos son carne, ojos que buscan otros ojos, manos que tocan el desamparo. Fin de año; fin de fiesta. Bergman entendía que sólo puede buscarse la verdad mostrando la mentira, los mentirosos, los que se escudan en sus propios rituales para encontrar un sentido apacible a su insoportable naturaleza. Bergman es Alexander, el niño observador, rebelde, verdadero; Alexander ve cómo se suceden los acontecimientos, cómo se despliega el gran espectáculo humano, primero en las interminables cenas familiares, luego en la representación de marionetas. Y conoce la supresión de lo que conformaba hasta entonces su mundo, lo que hace que valore positivamente lo que antes le resultaba insoportable; enfrenta lo relativo, lo imperfecto. Suecia como lugar mítico enclavado en el final de una época, como pequeño marco de las grandes tragedias humanas. Personajes que van y vienen, que ocultan secretos tras las puertas, que desvelan sus deseos y flaquezas y obran minúsculos milagros cotidianos. Enfermedad, muerte, decadencia y alegría y goce de los sentidos; automatismos y titubeos, luz y oscuridad y chistes privados y moralinas sustitutivas. La gente ya existía antes que nosotros en todas partes, y estaban vivos, vivían con sangre por sus venas y organizaban reuniones familiares para no tener que reconocer que iban a salir del mundo de la misma forma que ingresaron en él. Y Bergman pone la cámara justo ahí, en el caudal de la incertidumbre humana, y ajusta la luz de gas para obtener infinitas tonalidades, para mostrar sólo lo justo u obligarnos a cerrar los ojos ante tanta claridad.
Se cumplen treinta años de esta obra maestra absoluta y no se me ocurría una fecha mejor que ésta, la última, para traerla, cabecera incluida, y volver a recomendarla; no se puede entender el cine del siglo XX si no se ha visto con el respeto que merece. Sean felices.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Un cuento de horror romántico



Haga usted una película, a comienzos de los años sesenta, ambientada en el siglo XIV y que trate sobre una oscura leyenda medieval. Mezcle brutalidad, reflexión teológica, agnosticismo, romanticismo y no pase de las catorce páginas de diálogos. Por supuesto, en Blanco y Negro... Si encuentran otro caso parecido, aparte de JUNGFRUKÄLLAN (EL MANANTIAL DE LA DONCELLA), avísenme, pero lo van a tener difícil.
Siempre uno o varios pasos por delante, Ingmar Bergman ideó una claustrofóbica, brutal y bellísima película a la que sólo se puede y se debe acceder con una entrega absoluta. Y es que todo comienza por los cauces del fanatismo religioso, con una extraña ofrenda a una virgen por parte de otra, una joven princesa que ha de recorrer un peligroso camino por el bosque. No me gustaría contar demasiado, porque lo cierto es que los meandros narrativos por los que discurre esta obra maestra, además de adelantar muchas claves del cine que se haría posteriormente, es una caja de sorpresas, donde las apariencias, las ilusiones, tan presentes en el cine del maestro sueco, hacen que dudemos hasta de lo que nos es presentado como hechos irrefutables. Pocas veces he visto mejor representada una supuesta Edad Media, y no por un derroche de medios técnicos, sino por un tratamiento de los personajes que poco tiene que ver con, por ejemplo, el Siglo XX; moral y religión entrecruzadas, indivisibles en un cuento verdaderamente terrorífico, que hace enmudecer a los ignorantes, a los que creen saber algo sobre cine, el cine como artefacto y no como facto. Desmontar esto no es fácil, pero empezar viendo JUNGFRUKÄLLAN ayuda a cambiar la embotada percepción que podamos tener acerca de la "adaptación" de un tiempo pretérito. Y todo esto sin hablar de la impresionante labor de los actores, con Max von Sydow en todo su esplendor y Birgitta Valberg dando vida a esa doncella que apenas entiende el despiadado curso que tomará su vida. Especialmente significativa es la "dreyeriana" escena final, una especie de metáfora que resuena mucho tiempo después de haber visto esta extraordinaria película. Imprescindible.
Saludos inagotables.

miércoles, 24 de agosto de 2011

La linterna mágica



En ANSIKTET (El rostro), Ingmar Bergman decidió sumergirse de lleno en uno de sus temas predilectos; la necesidad o no de las ilusiones en un mundo austeramente descreído, la contraposición de valores entre lo burgués y lo bohemio y el viaje a ninguna parte, a lo desconocido, le sirven al maestro sueco para poner en pie un juego de espejos absorbente y a ratos desquiciante, donde (también) el espectador es engañado varias veces hasta quedar desorientado respecto a lo que ve en pantalla. Y eso que no creo que se trate de una de sus obras más espesas; contrariamente, ANSIKTET se inscribe en una especie de intersección entre el fantástico, el terror gótico y la comedia bufa; es únicamente el discurso filosófico de su autor el que dota de una entidad arrebatadora lo que en otras manos habría sido un divertimento.
Se nos cuenta la extraña historia del extraño Dr. Vogler y su no menos estrambótica troupe, que viajan en una destartalada carreta presentando un espectáculo de magia basado en ciertas habilidades magnéticas, lo que ya suena raro de por sí. Vogler oculta su verdadero rostro bajo una peluca y una barba postizos y jamás pronuncia una palabra; su joven ayudante es en realidad su esposa, haciéndose pasar por un muchacho; terminando con la inquietante abuela Vogler, una suerte de bruja experta en sortilegios y brebajes que cree firmemente en la resurrección de la carne, Tubal, que es una especie de representante que sólo piensa en retirarse de la itinerancia y el cochero Simson. Al llegar a un pueblo serán recibidos por el Cónsul Egerman, el zafio Superintendente Starbeck y el médico Vergerus, dispuesto a destapar las mentiras de dicho espectáculo. Bergman es mucho Bergman, y ANSIKTET se desplaza constantemente de un lugar a otro; no es que no se decida, es que es consciente de que la verdad es sólo una, pero la falsedad también, e igual de interesante; así que prima una rara inquietud por desvelar, comenzando por la verdadera identidad de Vogler, pero también por apoyar el escarnio que los artistas, heridos en su orgullo (aunque sustentado por lo voluble), tienen preparado a sus escépticos anfitriones, lo que desemboca en un final que podría haber filmado un Murnau, pero también (ojo) un Woody Allen desatado y juguetón. Hay quien la considera uno de los pocos fiascos del Bergman de aquella época, pero curiosamente ha ido ganando con el tiempo, sobre todo por su inclasificable y desconcertante idiosincrasia, que la sitúa, si preferimos, un poco al margen de otras obras más "bergmanianas", sea eso lo que fuere.
Saludos por la cara.





lunes, 11 de octubre de 2010

Películas para después del Prozac #1



Pues sí, queridos indéfilos; como sé que había mono de gráfico... (perdón por el chiste malo), pues aquí va uno de esos que ni son lo que parecen, ni mucho menos parecen lo que finalmente resultan ser. La cosa va de pelis ultradepresivas, las que sólo los valientes se atreven a ver un lunes gélido después de haberse quedado sin trabajo el mismo día en que la espichó el gato y descubrir que hay goteras en el dormitorio... No sé si estarán de acuerdo al 100% con los títulos que he elegido, pero me parecía inevitable comenzar con el maestro Bergman y la que me parece su película más triste y deprimente. VISKNINGAR OCH ROP (GRITOS Y SUSURROS) es un magro glosario de todas las penurias y tristezas humanas que pueden caber en 90 minutos de gran cine; un cine curiosamente preciosista en la imagen pero crudísimo a la hora de exponer los motivos de su oscuro argumento. La siempre eficaz excusa de la reunión familiar es aquí una trampa mortal de la que nadie saldrá ileso tras la demoledora nueva, por parte del médico familiar, de que una de las tres hermanas reunidas morirá en breve víctima de una terrible enfermedad. Es entonces cuando Bergman tensa la cuerda y enfrenta a cada personaje con sus temores más ocultos y utiliza la catarsis de la confesión como única redención ante la muerte, prescindiendo de toda compasión religiosa y creando una colección de extraños momentos de inquietante y fría belleza. Se trata, como digo, de un film de marcado carácter destructor, una sublimación de los sentidos antes de que éstos nos abandonen para siempre; pero también es un trabajo de actrices simplemente perfecto (Andersson, Ullmann y Kari Sylwan rozan el estatismo pictórico) y uno de los mejores trabajos de fotografía (y ya es decir) del maestro Sven Nykvist, que logró un merecido oscar en 1973, el único que este gran film ganaría de sus cinco nominaciones. En suma, un título mayor de Bergman, de esos que los incondicionales siempre citan como de obligada visión, y una experiencia al límite de la resistencia humana que no les recomiendo si están de bajón, sinceramente...
Saludos susurrados.

miércoles, 22 de abril de 2009

El último final

Sólo hay algo absolutamente cierto en esta vida: que se acaba.
Tener esa certeza, arrastrarla con todo el peso de lo definitivo, es una proeza de titanes. Bergman encontró en el cine la forma de soportar ese peso, de mostrar su intensidad e inevitabilidad; al mundo, los espectadores, a cualquier alma sensible.
He tenido que volver a Bergman, ha sido inevitable. Su cine sigue sin encontrar contestación en nuestro tiempo, que nunca fue el suyo; evitar SARABAND es un lujo que no pensaba proporcionarme.
SARABAND es la última película que filmó Bergman, un oscuro transitar por algún tipo de redención. Y no estoy de acuerdo con quien ve en ella la continuación de SECRETOS DE UN MATRIMONIO, fundamentalmente porque no hace falta haber visto ésta para diluirse en la fascinante quietud de un film desgarrador, de una belleza sórdida e incuestionable desde una primera secuencia en la que Liv Ullmann y Erland Josephson, cercanos, distanciados, desencantados, desgranan esos últimos secretos que les faltaban por desvelar. Ya no queda nada inconfesable entre ellos. Sí para los que llegan, los que van chocando entre ellos sin saber por qué. Ahí, Bergman no cauteriza absolutamente nada, sino que hurga más y más con el punzón hasta que sale la pus, hasta que el dolor es insoportable.
SARABAND contiene algunas de las mejores escenas que el maestro sueco ha filmado jamás; entre ellas, un angustioso enfrentamiento padre-hija, que utiliza como pretexto la impotencia ante la pieza musical imposible de interpretar en un plano fijo que se acerca lentamente hasta el borde mismo del encuadre. Vemos, pero también intuimos; el rostro habla por sí solo, desencajado por momentos.
Los que hemos admirado la obra de Bergman no esperábamos menos de este testamento; antes al contrario, sigue pareciéndome un sordo estallido de furia, una caja llena de verdades que sólo pueden ser escupidas.
Saludos envueltos en esa música...

sábado, 21 de marzo de 2009

Sin moral

El delicado y controvertido tema de la moral, no la moralidad, ocupa buena parte de la obra intelectual de todos los tiempos. La moral no es una ni pertenece, no debe usarse ni alterarse en beneficio propio; y como arma arrojadiza es altamente destructiva. La máxima de cualquier religión es el control, distribución y graduación de la moral, pasando por encima de libertades, derechos y responsabilidades. Es peligroso, sin duda, pero mucho más aterradora es la búsqueda del hombre sin asideros, enfrentado a sí mismo. Es entonces cuando se oye el silencio de dios. La religión es incapaz de dar una respuesta a esto, sólo formula evasivas más o menos complacientes que suavizan la desazón existencial de ese hombre-uno.
Tras el coñazo filósofo-teológico de hoy, vamos con el cine, que también ha ahondado lo suyo en el tema. En TYSTNADEN, Ingmar Bergman usa un potente juego de espejos para demostrar por enésima vez que estamos solos, que sólo las necesidades básicas nos permiten interactuar con otros, otros tan solos como nosotros. La película tiene más de cuarenta y cinco años, importante dato si tenemos en cuenta que, correspondencias aparte (Camus, Miller, Cèline), Bergman se lanza al vacío con una escabrosa historia de incesto, represión y, sobre todo, una insondable y abismal soledad. Resulta mucho más reconfortante si pensamos en una "representación" simbólica; pero temblaremos cuando veamos reflejada nuestra propia miseria moral en esas hermanas, llenas de rencor, perversidad, lujuria y masoquismo. Asistimos, igual que el niño accede a ese mundo secreto, oculto, a los recovecos donde nadie quiere mirar. Es muy difícil explicarlo en palabras, filmarlo, por tanto, simplemente una temeridad.
Saludos en completo silencio.

domingo, 8 de febrero de 2009

En el límite del objeto filmado

Dos maneras bien diferenciadas son las que puede utilizar un espectador medio a la hora de enfrentarse a una de las películas más enigmáticas e inabordables de ese alquimista de lo terrenal que fue Ingmar Bergman. La película que realmente quiere rodar David Lynch es PERSONA, más exactamente, podríamos aseverar que sus últimos filmes intentan (sin lograrlo) apresar la verdadera esencia de la cinta sueca, captar su críptico mensaje ausente de belleza, basado en "todo lo que usted ve es todo lo que hay".
En PERSONA, la trama, nimia, tibia, sin peso específico, es sólo una desconcertante excusa para que Bergman abra su atormentada mente y nos deje entrar. El problema es que no estamos preparados para esto, que (aquí sí) no podemos entender lo que ocurre mientras observamos el rostro de Liv Ullmann o escuchamos el interminable soliloquio de Bibi Andersson. Eso no importa, no es más que una treta con la que Bergman juega al despiste con las mentes simples que aún creen estar viendo una película convencional sobre una actriz con problemas emocionales y una enfermera envidiosa que anhelaría vivir la vida llena de glamour de la actriz a la que cuida. Nada de eso. Yo no sé aún cuál es ese punto decisivo, porque mi mente es simple y no puede equipararse a la de Bergman, situado en un plano distinto de percepción.
Si nos fijamos bien, las dos actrices rehuyen mirarse al principio, más tarde establecen una complicidad apaciguadora, para terminar mirando directamente a cámara, obscenamente, diríamos, desnudas de la última frontera, despojadas de su humanidad, convertidas en objeto ¿Pero qué es una imagen filmada sino un objeto sin alma? Ver PERSONA es adelantarnos a nuestra propia muerte, abandonarnos a la no-creencia y aborrecer finalmente la consecuencia artística, porque hemos visto la escatología de la que se nutren las estrellas antes de ser desmenuzadas hasta ser polvo.
Una de las películas más importantes de todos los tiempos.
Saludos personales.

jueves, 22 de mayo de 2008

Hacia la circunspección del arte

Dejando de lado los motivos filosóficos y religiosos que tanto prestigio han dado a una filmografía tan aparentemente hermética como la de Ingmar Bergman, actualmente, y tras haber revisado minuciosamente gran parte de su extensa obra, me interesa dar otro punto de vista, digamos más personal, sobre el curioso (sin comparación posible) devenir del genial cineasta sueco, si es que un preciso cirujano pude ser genial, claro.
Me centraré para ello en una de sus películas más enigmáticas, lo cual, en su caso, no es decir mucho (los expertos le siguen dando vueltas a muros de hormigón como PERSONA). Me refiero a DET SJUNDE INSEGLET (perdón por la posible pedantería), EL SÉPTIMO SELLO en román paladino.
Bergman utiliza aquí su medio preferido, la teatralización, para colocarnos ante un tema de trascendencia: la muerte.
La muerte juega al ajedrez con un caballero y promete dejarle vivir si le vence. Quizá comprendamos la vis cómica que tanto ha explotado Woody Allen de esta escena si temiésemos a la muerte tanto como el neoyorquino. Bergman, sin embargo, dota a tamaño personaje de la seriedad que se supone merece.
Mientra tanto, la historia principal nos muestra a un grupo ambulante de actores, los cuales nos ofrecen un muestrario de lo más variado sobre las debilidades y los pecados humanos; Bergman no se apiada jamás de sus personajes, los mete en un gigantesco embudo y deja que la inercia haga el resto. Bergman es el director de lo inevitable, su sabiduría proviene del imposible esfuerzo que supone el enfrentamiento con el DESTINO.
El caballero debe comprender que sólo puede aplazar la partida, que la muerte le ganará alguna vez; la troupe, sorprendida a su vez en plena orgía, in-conscientes de su falsa inmortalidad, acaso una última representación, asiste muda a lo que nadie puede remediar. No hay justicia en ello, sólo es inevitable, y el director sueco nos lo dice una y otra vez, calmadamente, circunspecto.
Nadie ha buceado tan profundamente en los miedos humanos como Bergman, y tampoco nadie ha intentado tantas veces (rozándolo) la representación en escena del pensamiento como único lazo con una posible divinidad.
Pero... alegren esa cara.
Funestos saludos.
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!