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miércoles, 2 de febrero de 2022

La última pieza


 

THE POWER OF THE DOG es una película extraordinaria, por varios motivos. Por contribuir a la consolidación de un cine que, quisiéramos o no, ha de venir; por provenir de la visión de una directora de larga trayectoria, pero que nunca se durmió en los laureles del éxito; por no tener miedo de la narración clásica, porque es la única que puede llevar a una modernidad consistente. Básicamente, por mucho que la apariencia nos remita a un western, estamos ante un puzzle que se va otorgando sentido a sí mismo, incluso antes de que todas las piezas estén en su sitio. Menos truculenta de lo que uno se imagina tras su brillante arranque, en el que Jane Campion no hace prisioneros, el verdadero interés se va desplazando hacia esa construcción de personajes, a cómo cada uno forma parte de un microcosmos calmado pero asfixiante. Huyendo de los tópicos fáciles, Campion mueve a sus peones para sacar a relucir a un rey y una reina inesperados, porque en una historia convencional serían otros, pero éstos son más interesantes, e incómodos. Los supuestos protagonistas son los hermanos Burbank, totalmente diferentes pero también inseparables; George (Jesse Plemons), que tiene un carácter aable y calmado, y Phil (un descomunal Benedict Cumberbatch), que pese a haber sido educado en Yale, semeja la estampa del vaquero más rudo y hermético. Ambos dirigen la próspera explotación ganadera familiar, y su vida se reduce a mantener ese mundo inalterado; justo hasta que en la vida de George se cruza Rose (Kirsten Dunst), una humilde camarera, viuda y con un hijo adolescente. Es un preámbulo perfecto, pero despistante. La historia es otra, y se arrastra bajo las miserias y secretos de esa familia, cuyas piezas nunca están bien ubicadas, sino a la espera de quien sepa darles sentido. Tanto podría ser la chica que tocaba el piano en los cines, un aspirante a cirujano con demasiada sensibilidad, o incluso el fantasma de otro vaquero, atrapado en una inquietante silla de montar, que alberga esa vida que nadie sacaría jamás a la luz.
Probablemente, una de las películas del año.
Extraordinaria.
Saludos.

viernes, 18 de enero de 2013

Oda a un ruiseñor



Un poeta. Un poema. Un misterio: la extracción, por parte del poeta, de esa imposible grammar point a la que ha de dotar de vida. La suya propia, no la del poeta. Otro misterio: cómo la poesía, aun en escasísimas ocasiones, es capaz de colarse por las rendijas y márgenes de sonidos ajenos, otros ámbitos, e impregnar dicha estancia con su inexplicable esencia. Lo dijo alguien: "¿Poesía?... No, veo que usted me habla de un poema. Poesía es otra cosa... Además no se puede discutir sobre eso". Y en cine, ya que estamos, la mayoría de películas que han enfrentado al ámbito poético de frente ha sido incapaz de encontrar un solo gramo de poesía en sus imágenes, mientras que hemos encontrado esa trufa dorada bajo lo que sólo inconscientemente lo ha logrado generar. Así, en BRIGHT STAR, Jane Campion vuelve a tropezar en las ansias de una enamorada de la poesía, que cree ver la misma en cualquier rincón, y en este caso invocando el espíritu atormentado de aquel gran romántico que fue John Keats. Pero no. Esta rezumada intromisión en las externidades de cierto tiempo, ya elidido de su inmediatamente siguiente, es una especie de poema ya escrito, ya reconocible, y ya recitado; es por ello que uno reciba un inesperado júbilo al escuchar el inmortal poema que da título a estas líneas por un Ben Whishaw que se encuentra como pez en el agua en este tipo de roles. Era eso, y no otra cosa. Era una historia (otra) de amor entre vetiveres y dandeliones, y no el intento de penetrar en las mazmorras de un hombre excepcional, uno de los pocos que intentó cambiar todo un sistema de valores culturales desde una inacción que hoy llamaríamos pasotismo sin más. Keats no era poemas, era poesía, de la más grande que se escribió en su tiempo; y ante ello, la pobre Fanny Brawne, superada por la imposibilidad de conjugar su amor con la obligación de mantener una posición social, nos devuelve, desgraciadamente, a tierra firme, la que uno no pisa cuando está en poesía. Y Campion, una vez más, escribe prosa.
Saludos brillantes.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Tócala otra vez...



A contracorriente (eso luego), en esa época de descubrimiento esponjil (antes, en el mismo momento), e incluso con una rotunda confirmación (la que dan los años), cosa de la que me alegro sobremanera; pero sobre todo teniendo en cuenta su carácter como objeto fílmico que intenta nadar por sus propias aguas, a mí THE PIANO me parece un peliculón como la copa de un pino. Me arrebata esa historia de hermetismo formal, basado en la mudez de su protagonista y que se revela como fundamental para entender cómo y por qué ese desarrollo un poco contemplativo, un poco surrealista, como que no terminas de creértelo del todo. La accidentada llegada de Ada a las costas neozelandesas te pone en situación, el simbolismo deliberado de todos los objetos desparramados por la inhóspita playa, con el gran piano de cola como especie de extraño objeto no identificado y la negativa de su dueña a abandonarlo a su suerte. Es el detonante, la incomprensión del marido de conveniencia, cómo Jane Campion consigue narrar prácticamente una historia entera, desglosar uno por uno a sus personajes, con apenas un barrido general en los primeros treinta minutos. Y luego el demencial, "melvilleano" y poco ingenuo personaje interpretado magistralmente por un Harvey Keitel en estado de gracia (puede que su estado natural). THE PIANO es un film intimista enclavado en unos parámetros en cierta manera épicos, y eso parece imperdonable, irritante; a mi modo de ver, el contraste entre lo salvaje, la pérdida de los protocolos europeos, casa a la perfección con ese nuevo e inesperado respeto que como mujer halla en lo que a todas luces no es más que un chantaje en toda regla. Es esa situación inesperada, incluso agresiva para una moral retrógrada, lo que molesta, sin que valoremos que Ada no busca más que un camino hacia algo que se parezca al amor que jamás obtendrá de su nuevo marido, aunque deba pasar por una entrega física que, francamente, tampoco parece molestarle demasiado. Así, el piano no es sólo la figura mítica e inconmovible que espera a ser tocado para revelarse en toda su belleza, sino que ambos, piano y mujer, se ofrecen como un solo objeto indisoluble y que se necesitan para seguir adelante en un mundo dominado por los hombres y su pacata brutalidad.
Mención aparte merecen las soberbias interpretaciones de Keitel, Holly Hunter en el papel que la consagró definitivamente, un Sam Neill que pocas veces estuvo tan contenido y la jovencísima Anna Paquin, que se llevó el oscar junto a Hunter. Una película cuyo éxito me parece totalmente justificado y que sigue viéndose como un exquisito disfrute de los sentidos, algo que hoy día se resume en poner la banda sonora muy alta... y tampoco es eso...
Saludos pianissimo...
... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!