No todo lo que es grande tiene que ser desmedido. No hay ninguna regla escrita que obligue a los productores a llenar la pantalla de personas y cosas sólo porque haya mucho dinero para gastar.
En ese sentido, me gustaría lanzar una pregunta al aire en plena era digital: ¿De qué manera se debería entander hoy por hoy el término "superproducción"?
Está bastante claro que es patente el abaratamiento de costes en cuanto a localizaciones y extras, puesto que un equipo competente puede realizar una puesta en escena, digamos... (y espero que no se me entienda mal) de "videojuego".
Bueno, esto reduce el montante más grueso a la postproducción (publicidad, festivales, etc...); contratación (contar con una estrella siempre será más caro, claro); y sueldo del equipo (que los habrá y los habrá, como en todos los ámbitos).
Hace poco me ensañé, quizá de forma desmedida (pero al tratarse de una producción eminentemente desmedida esto me da igual), con la costosísima travesura de Peter Jackson. Sobre todo porque no concibo al neozelandés encarando un proyecto similar en plena era de los grandes estudios y consiguiendo dotar a dicho monstruo de su particular forma de entender el cine, sin doblegarse expresamente a los mandamientos de la taquilla.
Creo que mucho de esto ha enseñado magistralmente David Lean en verdaderas superproducciones como LAWRENCE OF ARABIA. Ahora mismo mucho más que una peli espectacular, probablemente un fuerte puñetazo sobre la mesa que haria palidecer a niñatos acomodados con ambiciones incontrolables.
Cuando T.E. Lawrence escribió "Los siete pilares de la sabiduría" (Obra redonda a más no poder. Ejercicio de catarsis experiencial y poseedora [a cien años vista] de muchas de las claves de los conflictos bélicos actuales) había dejado atrás toda una vida de estrecha convivencia con esas "otras culturas" que tanto cuestan de entender al eje occidental. Actualmente, Lawrence habría sido objeto de una caza de brujas por parte del analfabetismo imperante. Pero entonces era un reputado diplomático e intelectual que únicamente trató de entregarse en cuerpo y alma a nuevos (paradójicamente ancestrales) cartogramas vitales y culturales.
Y David Lean, un autor proveniente del teatro clásico, con joyas como la primera adaptación de OLIVER TWIST, decide abarcar lo inabarcable. Toda una vida de emociones y vitalismos varios comprimidos en poco menos de tres horas, con un excelente actor en su cumbre interpretativa (Peter O´toole) y algunas de las luminarias de aquel tiempo (Sir Alec Guiness; Anthony Quinn [acojonante] o el muchas veces, e injustamente, menospreciado Omar Sharif.
El resultado es simplemente apabullante. Lean toma prestado (cierto es) el travelling de Ford y la amplitud de campo de Eisenstein; pero al mismo tiempo lega a la historia del cine su absoluto control sobre grandes artefactos, que luego serían motivo de estudio y posterior homenaje por parte de cineastas tan diversos como Kurosawa, Spielberg o Coppola. Palabras mayores.
Valga todo esto que digo (ya que esta obra maestra habla por sí sola) para intentar diferenciar lo que na vez fueron superproducciones (ya nunca volverán) y lo que actualmente sólo puede ser explicado como ampulosidad vacua.
Mientras tanto, confiemos en el único cine incapaz de defraudarnos: el cine de autor.
Ma´as-salama, indéfilos.
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