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jueves, 17 de diciembre de 2015

Los abismos del alma



A veces, demasiadas, nos resulta complicado hacernos entender acerca de la defensa de la valía de ésta o aquélla obra cinematográfica, primero por intentar hacerlo racionalmente, sin caer en filias innecesarias y más propias de un (por otra parte muy respetable) forofismo futbolero. Me he dado cuenta, por ejemplo, al repasar conjuntamente varias películas que comparten entre sí la figura de un pintor, porque se puede abordar desde múltiples puntos de vista, desde la hagiografía hasta la chanza, pasando por la disección desapasionada o incluso la omisión de dicha figura, sustituida por una puesta en escena que de alguna manera se apropia o incluso vampiriza la obra de dicho artista. Lo que no abunda, fíjense, es la mirada subjetiva, rompedora, bastarda; lo que a un cineasta le cuesta más es dejar de reverenciar y mirar con sus propios ojos, ofrecer al público su propia mirada, precisamente porque eso es lo que el pintor hizo en su momento, y sobre todo para que una obra cinematográfica no termine siendo un mero documental divulgativo. En este sentido, una de las películas más fascinantes que he visto últimamente es el extenso y exhaustivo intrafresco de casi cuatro horas, que el nunca suficientemente reivindicado Peter Watkins realizó, hace ahora cuarenta años, sobre Edvard Munch. Pensada inicialmente como un encargo para la televisión noruega, la película se desborda prácticamente desde su inicio y se erige como un ente propio, de una visualidad impactante y una inventiva muy cercana a cineastas mayores como Rivette o Godard. Watkins consigue algo inaudito, que es aunar el documento minuciosamente divulgativo con una vibrante fisicidad de texturas, replegando el sueño febril de un artista rodeado de sus fantasmas y demonios, pero nunca para el regodeo del cineasta, sino precisamente para intentar esclarecer qué movía a Munch, qué fractura en su vida, de las muchas que tuvo, fue la que lo sumió en una oscura vorágine, que mientras lo pulverizaba como ser humano, paradójicamente abrió su percepción para la realización de sus obras más personales, que son también sus mejores obras. Mientras nos adentramos en la salvaje bohemia escandinava de finales del XIX, se nos retrotrae a la cruel y crucial infancia del futuro pintor; vemos su extrema sensibilidad socavada, su incapacidad para el afecto. Los personajes, traspasados por una especie de vibración invisible, miran constantemente a cámara, como fantasmas que nos ruegan un poco de atención... ¡Esta es mi vida! parece gritar el silencioso Munch. Y ahora la comprendemos mucho mejor. Y también entendemos por qué unas obras son intemporales, indefectiblemente modernas, y otras nunca sabrán qué obra el milagro...
Imprescindible. Obra maestra, si lo prefieren.
Saludos.

... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!