martes, 13 de mayo de 2008

La liberación del condenado

La versión definitiva de una obra tan compleja, de tantas aristas, ensimismada en su superioridad moral como "Crimen y castigo", corrió a cargo de un francés ácrata y descreído, más preocupado de traspasar los límites estéticos del cine de vanguardia de su época que de dar lecciones cual Sartre desbocado.
A finales de los cincuenta, mientras la mitad de la nouvelle vague babeaba con sus ensayos sobre cine negro americano, la otra mitad (no exactamente pertenecientes al movimiento, los veteranos, los más descreídos) demostraba que incluso Dostoievski era un juguete si se le aplicaba la fórmula dadaísta: [importancia-importancia=arte].
Lo cierto es que Bresson, el cual venía por aquel entonces un poco de vuelta de tanto romanticismo, realizó un fascinante acercamiento al sentimiento de culpa y a la maldición de vivir en sociedad. Con sus habituales registros casi andróidicos, los personajes van jalonando de manera implacable al protagonista, antihéroe kafkiano, hasta que éste no puede más y busca la confesión como única salida a su sufrimiento.
Especial mención tienen las magistrales escenas de prácticas carteristas, cerrando hasta la angustia el primer plano y logrando un altísimo nivel de suspense. El espectador tiene la sensación de ser prácticamente testigo mudo del cara o cruz en el que el protagonista, de manera casi fatídica, agota sus últimas razones de existencia.
Una inquietante voz en off, cual conciencia implacable, va dando cuenta, a modo de tétrico diario (casi diríamos testamento), de los inevitables fracasos, con una atmósfera de masoquismo inédita en cine francés, siempre, para bien y para mal, tan pagado de sí mismo.
Las miradas (Ford); los gestos (Mizoguchi); el tiempo (Hitchcock); la palabra (Hawks). Todo lo básico para entender el porqué de los grandes maestros se encuentra condensado a lo largo de este espeluznante relato, tan vivo después de medio siglo que ni siquiera un autor contemporáneo tan respetado como el chino Jia Zhang-ke ha podido acercársele ni por asomo.
Larga vida a Bresson y saludos robados.

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