sábado, 31 de mayo de 2008

La conciencia. La vergüenza. La condena.

Era inevitable. Tarde o temprano, las páginas indéfilas debían rendir homenaje al inmenso Rafael Azcona. No concibo esa amalgama llamada cine español sin el concurso del mordaz logroñés, que, junto a Ferreri, Berlanga o Saura, le pintó la cara a un país sin conciencia, un país eternamente avergonzado, una sociedad condenada por ella misma.
Eso y mucho más es EL VERDUGO, una radiografía minuciosa de lo que había pasado, lo que entonces pasaba y, claro, lo que al final después se ha visto que tenía que pasar.
Nunca he sido amigo de los libros de historia, ni de la novela histórica, los encuentro sonrojantemente parciales, ocultistas por definición, incapaces de hacerse justicia ni a ellos mismos. Prefiero la mirada aislada, única, insobornable del observador que nada debe, que saca su lupa y rastrea los detalles. Es lo que yo entiendo por Historia, pero ya se sabe: manipula el pasado y poseerás el futuro.
Hablando de la película, Azcona se disfraza aquí de una especie de imposible Kafka patrio, pasado por el fino tamiz de un Valle-Inclán desbocado, para contarnos la imposibilidad de su protagonista para desprenderse del yugo impuesto primero por su suegro, verdugo de profesión, y luego por sus precarias perspectivas económico-sociales.
La idiotez de los que censuran no les permitió en su momento apreciar de qué iba la cosa, lo tomaron al revés y se pensaron que ensalzaba al régimen, mostrando lo que le ocurría a un pusilánime. Berlanga no echa mano aquí de su famosa coralidad y prefiere centrarse en el personaje interpretado por Nino Manfredi, el perfecto españolito de la época, acosado, vilipendiado, derribado. El genial Pepe Isbert encarna memorablemente a esa otra España, oscura, machacada, sin posibilidad de redención. Esa dualidad que nunca se pudo denunciar desde el cine de aquel tiempo (ni desde ningún otro ámbito, claro) sirvió a un descreído por naturaleza como Azcona para soltar las migajas sobrantes de la destrucción, mostrarlas y esperar la reacción de una sociedad miserable (en todos los sentidos), incapaz de mirarse a los ojos, temerosa de abrir las ventanas para dejar correr el aire. Sólo la impresionante escena final, con el verdugo transfigurado en víctima, sirve para ilustrar y resumir cuarenta años de vergüenza, de bajeza moral.
EL VERDUGO ganó el Fipresci en Venecia, fue aclamada fuera de nuestras fronteras, etc... Magnífico, diría Azcona, pero sinceramente ¿sirvió ese reconocimiento para algo? ¿Acaso miró la vieja y piadosa Europa a este reducto bananero que tanto le ha servido como solaz y vacación? No nos engañemos, siempre hubo un primer mundo y un tercero, y lo máximo a lo que un trabajo como este podía aspirar, aun suponiendo una lección de cine, era a reivindicar un cierto exotismo mediterráneo.
Así somos.
In memoriam, saludos desde el patíbulo.

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