No existe la revolución. Eso ya está suficientemente demostrado. La miseria moral del ser humano ha ganado la partida, y ahora que se cumplen 40 años de aquella pataleta que sólo sirvió para mostrar líneas divergentes en el espectro artístico, me parece necesario el comentar acerca de una película terrible, desengañada, reptando en la pirueta imposible de explicar el vacío, la aceptación de la derrota.
Topé con LA MAMAN ET LA PUTAIN por casualidad, de la manera en que se hacen los grandes hallazgos. Mi generación recogió todas las frustraciones del 68 e intentó dotarlas de algún sentido, en un ejercicio de ingenuidad que alguien debería denunciar ya de una vez.
A medida que iba viendo la eterna (4 horas) sucesión de monólogos, diálogos, pensamientos en voz alta, intento de definición del fracaso, pero también exposición precisa del revolucionario derrotado, perplejo, seco de ideas, enfadado al mismo tiempo que entregado, como decía, me iba dando cuenta de la esterilidad de aquel mayo histriónico, sin concesiones al escepticismo.
Lo que destaca a la opera magna de Jean Eustache de sus predecesoras es, precisamente, la perspectiva necesaria que la dota de ese extraño ambiente de desengaño, negando todo posible rastro de autocomplacencia, abordando sin pudor lo que a nadie se le ocurrió que pudiese ocurrir cinco años antes con aquellas hordas de bienintencionados corderitos.
Uno no puede dejar de oír los inacabables soliloquios (casi todos en plano fijo) de Alexandre, su antiprotagonista, mientras se debate, infantilmente, entre los pechos protectores de la mamá (Bernadette Lafont) o el salto al vacío con la puta (idealizada en la melancólica presencia de Françoise Lebrun), el mismo pacato desconocimiento de su generación, perdida tras reivindicaciones incapaces de asumir una sola culpabilidad.
El film nos pone a todos frente al dilema de la soledad, la culpa, la extrañeza, la futilidad del arte por el arte y asienta los mimbres de una descarnada manera de filmar, aunque sólo su amigo Philippe Garrel haya podido, tenazmente, abordar sus películas con la misma fratricida obsesión por la realidad, manteniendo heróicamente aquel compromiso contracorriente de la propia contracorriente surgida en aquel (supuesto) tiempo de cambio.
Imprescindible reivindicar la figura de Eustache como verdadero mártir de los desencantos creados en tamaño cajón desastre social (su prematuro suicidio así lo atestigua), alejado de los tópicos que nada han favorecido a según qué otros directores tan "comprometidos" con aquella crónica de un fracaso anunciado.
No toca, finalmente, dar lección alguna desde estas humildes páginas (la coherencia nos libre de ello), tan sólo enmarcar como se merece esta obra que quedó más cerca (curiosamente) de Joyce
que de Sartre; del esteticismo inteligente que de la sabihondez esteticista, que los franceses tanto y tan bien (en algunos casos) han sabido utilizar en su propio beneficio.
Indéfilos saludos.
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