El propio Robert Redford reconocía que el rodaje de THE ELECTRIC HORSEMAN fue decisivo para replantearse su posición dentro de la industria, básicamente como una estrella rutilante a la que le llegaban cada vez papeles más previsibles y encasillados, los del galán maduro, infalible, capaz de concitar a su alrededor pareceres y sensibilidades de todo tipo sin armar mucho ruido. El film, sin ser una obra mayor, tiene un estupendo arranque, donde se nos dibuja a Sonny Steele, un viejo cowboy de rodeo, que se gana la vida publicitando cereales embutido en un ridículo traje repleto de lucecitas. Su "gran oportunidad" le llega cuando la marca que lo patrocina le ofrece montar un espectacular caballo valorado en varios millones. En mitad del espectáculo, en Las Vegas, Steele decide romper con todo y huir con el caballo, con la intención de liberarlo en un remoto paraje de Mustangs, contraviniendo el temor de que quisiera pedir un rescate. Hasta ahí, todo funciona en un tono más bien desenfadado, que Sidney Pollack enlaza con un certero retrato de las miserias que esconden este tipo de eventos; luego el film decae hasta una especie de romanticismo muy ñoño, que volvía a reunir a Redford con una Jane Fonda en un papel demasiado desagradable como para empatizar con él. Hay, me parece, un fallo de ajuste, de clima, de saber hacia dónde dirigir una historia bonita, sí, enternecedora, también, pero de la que te olvidas un minuto después de los títulos de crédito.
Saludos.

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