Una cosa realmente útil en esta tesis eterna que se llama cine es no simplificarse demasiado a partir de esto es bueno y esto no; por lo menos intentar explicarlo, aunque se trate de una nimiedad, aunque pudiésemos creer que a nadie convenceremos, pues sólo se llega al conocimiento si los datos se comparten y se encauzan en sintonía co otros interlocutores. Es entonces cuando realmente tomamos conciencia de que ningún elemento cultural se encuentra a salvo (¿a salvo de qué?) cuando se la encierra, sino que necesita respirar y que la respiren, de esto estoy bastante seguro.
METOROPORISU (METRÓPOLIS, en castellano) es un claro ejemplo de lo que digo, sobre todo por su curioso papel de película interactiva casi por exceso más que por defecto. Podría tratarse del enésimo producto nipón sin alma pero con un cuerpo casi perfecto; podría ser otra patochada de personajes estáticos, como alucinadas mímesis animadas de aquellos pistoleros de Leone que tenían la capacidad sobrehumana de alargar el tiempo hasta límites insospechados.
Bueno, vaya por delante que algunas cosas nunca cambian y que los japoneses son expertos en avanzar hacia atrás, algo que me llevará horas explicar pero que intentaré resumir lo más posible.
Lo primero sería decir que se trata de un guión de Katsuhiro Otomo (el de Akira), por lo que no es de extrañar ese tufillo épico-mongoloide que embadurna cada escena de acción, haciéndolas caer en una desesperante monotonía. El punto bueno viene del legendario Rintaro, su director, que conmocionó a la industria animada con aquel lejanísimo Astroboy, personaje matriz de todo el anime más ortodoxo y, sin embargo (qué curiosos son estos japoneses), iniciador también de una derivante diríamos más interesada por problemas de tipo filosófico y social que por los habituales tratados sobre el apocalipsis y sus variantes más repetitivas.
Rintaro juega su mejor baza fundamentalmente con dos elementos que siempre le han dado resultado: la música. Toshiyuki Honda nos deja boquiabiertos con composiciones descaradamente sacadas del bop más pizpireto y negroide, dotando a la acción de un colorido sonoro francamente bello. Y por otro lado, esa aplaudible negativa a seguir contando lo mismo. Al final sí que cuenta lo mismo, y aquí se nota la mano megalómana de Otomo, pero al menos hay pequeños aspectos que se salen de lo habitual en este tipo de producciones. Vemos personajes anacrónicos, perdemos la noción de la época en la que se desarrolla la acción y todo ello (junto con la música) contribuye a que, pese a los altibajos, asistamos a una de las cintas de animación japonesa más singulares que he podido ver en los últimos tiempos. Por supuesto estoy obviando como un bellaco al señor Miyazaki, pero es que ése es otro cantar, mes amis.
Saludos metropolitanos.
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