A ella le gustaba cuando el vestido fijaba su figura delante del sol, y su pelo sonaba como la música.
Él era un pequeño osito perfumado, que nunca había tocado telas tan delicadas desde la cuna.
Ella caminó hasta que notó los talones algo dañados y con tierra que se deslizaba entre los dedos.
Él comía un huevo duro con el mismo afán que escuchaba a un cura hablar de coronas.
Ella buscaba a alguien, pero no era a él.
Él la encontró a ella, para siempre.
Y hay algo en las miradas que se dedican Claudia Cardinale y Jacques Perrin en LA RAGAZZA CON LA VALIGIA que va más allá de lo romántico, lo naif, que sería lo lógico en un flechazo de un solo recorrido, que de repente se topa con un corazón que quiere encontrar un lugar, el que sea, donde descansar un poco. Él tiene 16 años y ella alguno más, y el hermano de él estaba loco por tirarle la maleta en cualquier lado, porque ya la había usado demasiado. A ella, no a la maleta. Aunque, bien mirado ¿no es maravillosa esa metáfora imposible, en la que quizá sea la maleta la que la lleva a ella y no al revés? Hay algo en esas miradas que filma Zurlini, ese gran olvidado, que diseñan el pequeño milagro de que nos desprendamos de la imagen fílmica. Sobre todo cuando Aida baja las escaleras con la toalla de baño a modo de tocado exótico, mientras Lorenzo transmite el éxtasis, el arrebato, el amor en primer plano. Suena Verdi en el tocadiscos.
Preciosa como un trago de brandy con el estómago vacío.
Saludos.

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