Conozca a Juan Carlos; no sea como Juan Carlos. Un policía con mente de monje de clausura, que da bofetones a las parejas que se dan besitos porque en realidad arrastra un complejo de Edipo que no se lo salta un albano-kosovar a la hora del té. Su jefe está hasta el gorro de que no resuelva el único caso que le ha asignado, un asesino de mujeres sin identidad conocida, porque ni cejas tiene el hombre. Agobiado por su dilema moral e incapacidad laboral, le viene un amigo hipnotizador, cuyas sesiones lo establecen en una calle neblinosa con farolas y muchas sombras, donde vislumbra penosamente al tipo sin facciones, lo que le frustra e irrita a partes iguales, por lo que decide mandar al carajo a su abnegada e inviolada novia, despedir a la chacha por un cuchicuchi con su ortodoxo novio rural y apretarse una fila de tequilitas por lo de los nervios, y porque la cantante del club de Chihuahua se parece a su mamasita cosa mala. Extrañísimo ejemplo de tardoexpresionismo mexicano, EL HOMBRE SIN ROSTRO es un clásico muy poco clásico, que demostraba que la censura en el país azteca iba beoda perdida y que las máscaras malrrolleras siempre han sido un must insoslayable para subrayar simbolismos psicológicos que se ven a la legua, pero son de lo más eficaz.
Rara es poco, y sólo se la recomiendo a declamadores con chaquetas de un solo uso...
Saludos.
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