Cercano a cumplir los noventa, Eric Rohmer deja en evidencia a culturetas desfasados (sí, sí. Los que son incapaces de coger una cámara porque carecen de discurso propio) y pipiolos desbordantes (y desbordados) de imágenes digitales. Precarios todos del más mínimo discurso coherente sobre por qué se hace el cine que se hace. Imagino a todos esos críticos babeantes, esperando en la sala de cualquier festival a soltar el hachazo y correr luego a sus guaridas de asalariado.
Hay que tener un par de cosas para, con 87 tacos, realizar una maravilla como LES AMOURS D'ASTRÉE ET DE CÉLADON: muchas ganas de contar cosas que ocurren de verdad y nos atañen a todos y, por supuesto, un buen par de huevos; en este caso, cocinados a lo largo de una intachable carrera de más de cincuenta años. Primero como crítico y luego como cineasta.
He leído un montón de barbaridades acerca de esta obra maestra contemporánea, y casi todas salidas de las mesetas cerebrales de quienes alaban BATMAN o SPEED RACER ¿? Soltar un discurso grandilocuente y metafórico sobre esta película sería una estupidez por mi parte, pues la fiel adaptación que Rohmer hace de la novela de Honoré d'Urfé es, ni más ni menos, el triunfo de la pasión juvenil (esa que tanta falta hace) sobre convenciones, creencias y tradiciones. No sé si el amor siempre vence, pero sí que siempre debería vencer. Y Rohmer ha sido, desde hace ya muchos años, fiel traductor de esas pasiones y desmanes (perdón por la apropiación) que hacen que nuestras ordenaditas neuronas se vuelvan locas y nuestro corazón lata no de sangre, sino de vida. A quien le moleste esto que se joda, peor para él.
Rohmer realiza un fascinante ejercicio de minimalismo donde otros más torpes (léanse Greenaway, Winterbottom o Gilliam [qué curioso, los tres ingleses...]) se dejarían llevar por un innecesario barroquismo; pues, insisto, se trata de un chico enamorado, una chica que no quiere ser fácil, las diversas pruebas que la vida pone a los amantes, las terceras figuras, los equívocos, las ansias... Sí, efectivamente: lo que nos pasa a todos cuando nos enamoramos. Y es en ese sortilegio, que muy pocos cineastas se atreverían a plasmar en imágenes, donde Rohmer encuentra su fuente de inspiración. Y es que yo, de mayor, quiero ser como él.
Pastorales saludos.
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