lunes, 2 de junio de 2008

Me llaman calle

Lo primero es pedir perdón por haber utilizado el nombre de un tema del pesado de Manu Chao.
Lo segundo es dar las gracias a Nino Rota por hacer que broten lágrimas francas con apenas un par de compases.
Lo tercero, una cosa bien sabida: Fellini es el director italiano más grande de la historia.
Sé que las voces discrepantes serán muchas, pero, curiosamente, me alegro, ya que eso habla muy en favor de una cinematografía (la italiana) que desde hace ya más años de los deseados se encuentra en una especie de stand by creador. Y eso que antes de la irrupción "nouvellaguera", la bota de Europa reinó dentro y fuera de sus fronteras ¿O es que alguien hubiese concebido, por ejemplo, A BOUT DE SOUFFLE sin haber visto antes ROMA, CITTÁ APERTA? ¿o la demasía colorista de LE MÉPRIS sin la genial paleta del desbordante Antonioni?
Mi reivindicación de Fellini (no hace falta, claro) está encaminada, sobre todo, hacia su imaginería, pues los temas, por aquel entonces (me refiero a los cincuenta y sesenta), ya iban dados.
LA STRADA es el perfecto ejemplo en el que se utilizan todos los elementos del neorrealismo en beneficio del barroquismo felliniano ¿pueden coexistir dos cosas tan diferentes? ¿cómo se hace para, con extrema sensibilidad, mostrar una historia arquetípica del microverso neorrealista y que siga, cincuenta y cuatro años después, siendo tan universal?
La historia de Zampanó y Gelsomina, la del taciturno forzudo ambulante que compra (y Fellini no tiene, felizmente, ningún empacho en usar este tan neorrealista recurso) a la campesina deseosa de ver mundo, de convertirse en artista, también es la historia, por ejemplo, del Quijote y Sancho Panza, o la del gordo y el flaco, o, más recientemente, la del gruñón Shrek y el asno que, mira tú por dónde, termina por robarle todo el protagonismo.
La verdad es que Anthony Quinn (aun con doblaje italiano de por medio) está inmenso. Es la sinrazón de la fuerza y el sufrimiento de la miseria. Una gama de matices que resulta imposible encontrar actualmente (quizás Keitel).
El contrapunto perfecto es Gelsomina, una Giulietta Masina que toca la trompeta (nunca olviden la escalofriante partitura de Rota), mimetiza a Chaplin como jamás cómico alguno lo haya hecho en la pantalla y pone al descubierto que Zampanó, aunque profundamente enterrado, también tiene un corazoncito.
Y luego está la calle, como bien dice el título. La calle es un personaje más en este místico ejercicio de realidad. La calle se ve, se siente, vemos a la gente asistiendo a los espectáculos, la vida en las tabernas, el circo ubicado en las afueras de la gran ciudad reclamando su exotismo, el no tener nada que ver con rutina alguna. No he visto nunca filmar la calle como la ha filmado Fellini, pero claro, si encima algo tan cotidiano, tan visto por un urbanita, es capaz de evocar una poesía visual tan brutal, entonces no hay duda de que nos encontramos ante una cima más del cine y de que son ya demasiados los que, sin nada que decir, se suben al carro de cierta absurda estética circense. Omito nombres por no herir sensibilidades, pero espero, al menos, haber sido lo suficientemente sutil al principio de esta reseña que sólo pretende servir como pequeño homenaje a uno de los magos de esto tan complicado que se llama cine.
Un saludo desde el alambre.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

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