Acabar una película con el himno de Chicho Sánchez Ferlosio, cantado a capella por una chica joven, registra más una necesidad que otra cosa. Porque EL 47 es, de ser algo, justo eso, dignidad, resistencia, humildad, los cojones del gallo rojo, que sólo se rinde si está muerto, pero no va a decírselo al negro, por muchos picotazos que le siga dando. En 1978, Manolo Vital secuestró un autobús, el 47, que conducía desde hacía veinte años, para demostrar una sola cosa: los políticos son esos imbéciles que se hacen los listos, pero un martillazo en la espalda les duele como al que más. Vital llevó el 47 hasta Torre Baró, un barrio que no debería existir, pero que él mismo construyó de la nada veinte años antes, que son muchos y nada también, con aquella cosa tan chula del franquismo que era tirarle una casa a alguien si al amanecer no tenía techo. Muchas veces he aludido aquí a la idoneidad de usar una clase en todos los cursos y colegios de España para poner una película, con lo que estoy seguro que los chavales aprenderían cosas más valiosas que datos carpetovetónicos y doctrinas apolilladas. Y añado: yo EL 47 la proyectaría en el congreso en formato Imax, estoy seguro de que pocos diputados no sentirían una mijita de vergüenza. Eso es lo que significa esta película pequeñita, que nos viene a decir que uno debe tomar lo que es suyo, sobre todo si es suyo por derecho propio. Lo pone en la constitución, esa puta con maquillaje barato a la que todos invitan a una copa cuando les conviene.
Del magisterio (otro más) de Eduard Fernández, ya hablamos otro día.
Saludos.
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