jueves, 31 de diciembre de 2009

Pequeño y grandioso homenaje a la escena

Y ustedes se preguntarán qué hace el loco éste escribiendo poco antes de que acaba este anno horribilis, porque sí, siempre lo hago en directo. La respuesta es sencilla, aunque debo dividirla ya que se han unido una serie de factores: No soy un entusiasta de estas fiestas, arrastro un resfriado de caballo desde ayer y, lo más importante, voy a cerrar el año con una de mis películas imprescindibles (esto último en mayúsculas).
Les hablo de LES ENFANTS DU PARADIS, que no lo dije yo, que fue Truffaut: la mejor película francesa de todos los tiempos. Ahora que por fin me he puesto, me doy cuenta de que es complicado subjetivizar sobre esta hermosísima obra de arte; una obra compleja y desgarrada que se envuelve de una aparente sencillez. Marcel Carné habla de los escenarios del París de principios del XIX, donde los personajes eran arquetípicos y las relaciones se encontraban sujetas a las clases sociales. Aquí están representadas todas las esferas sociales, pero Carné fija su cámara en las desdichas de una compañía de teatro, la de los Funámbulos, donde hacen su aparición Baptiste y Lemaître, dos nuevos actores que se harán inseparables y que sólo verán truncada su amistad por la llegada de una misteriosa actriz llamada Garance. Normalmente, estos líos amorosos no dan más que para lacrimógenos folletines de época; sin embargo, el minucioso desmembramiento que Carné realiza con el fuera-dentro, convirtiendo la vida en escena y viceversa, ofrece momentos de una extraña lírica surreal en la que importa tanto el relato social como la profundidad psicológica de toda una cohorte de personajes que nos son familiares y cercanos desde el principio.
Son tres horas divididas en dos partes, puesto que al estar realizada durante la ocupación alemana sufrió la censura que prohibía producciones de más de 90 minutos (supongo que tanto tiempo en un cine era sospechoso para el Reich), pero la finísima narrativa de Carné agiliza este hecho y (hablo por mí, evidentemente) nunca resulta una película pesada o lenta. Hombre, no voy a pecar de pedante y hasta yo puedo ver que se necesita un mínimo de educación cinéfila para estos ciento ochenta minutos de cine puro; sin embargo, me permito una reflexión, la última del año: Hablamos de una producción de hace sesenta y cinco años... a mí me dolería que me dijeran que el público de entonces sí estaba preparado y esta preparación ha desaparecido...
Últimos saludos del año.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!