Que no nos hablen a los españoles de lo que fue Franco, y menos, los españoles. Que no nos den lecciones los payasos que se aprenden la lección como papagayos de dos colores, y que no nos digan que los ridículos, los meapilas, no son siempre los más peligrosos. La única forma de representar al inventor de los patriotas de pulserita es, no queda otra, llevarlo hasta el espejo donde nunca se quiso ver, el de un niño grande jugando con pistolas, rompiéndole el alma y el plato a esos que decía amar, de la misma forma que las sotanas escondían amor puro y candoroso. Da pavor el Franco interpretado progiosamente por Juan Echanove en MADREGILDA, esa astracanada, genial y dolorosa, en la que Francisco Regueiro y Ángel Fernández Santos invocaban, a partir de los fantasmales fotogramas de una Rita Hayworth tan cancelada que ni siquiera la vemos, hasta la locura de un improbable coronelillo con alma de trapero, que glorifica a su esposa, violada por un regimiento "para alzar la moral". El caudillo, el coronel Longinos, una especie de clérigo borracho, y hasta Millán Astray, se conjuran un los primeros viernes para echar un mus en la taberna de un moro acojonado y acojonante, aunque aquello no es más que excusa de besamanos, comepollismo y humillación ante lo que no es más que bebé grande y caprichoso, que sólo bebe leche e intercambia estampas de pinocho en el váter. MADREGILDA es exagerada, mutante, como si fuera un cruce entre Buñuel y Aleksei German, y conserva un rarísimo aroma de ensoñación, o pesadilla recurrente y circular. Y Regueiro, aún nonagenario, se despidió en mi opinión pronto con este corte de mangas que resuena muy fuerte en estos tiempos de posverdad, porque no habría cojones para desengancharse de esta desmemoria que sabe a leche condensada ya agria.
Subo la apuesta.
Saludos.
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