El problema de los directores que optan por lo autobiográfico, es que casi siempre dispersan su discurso, incapaces de sujetar una memoria que se desborda entre la fantasía, la melancolía y el deseo de exorcizar fantasmas. Le ha ocurrido a Robin Campillo con L'ÎLE ROUGE, interesante pero muy descompensado corolario de la época que el cineasta pasó en Madagascar en su infancia. Parece mentira que un guionista tan reputado como Campillo no haya sido capaz de sintetizar todas las vías narrativas que abre, como si no pudiese contener la hemorragia emocional de la mirada infantil del protagonista (suponemos que trasunto suyo), un chaval que asiste al incomprensible espectáculo de los adultos, mientras se refugia en la lectura de los relatos de "Fantomette", una simpática heroína que, al igual que él, terminará desencantada por tanta hipocresía enmascarada de alegría impostada. Paralelamente, se narra a regañadientes la lenta emancipación de los nativos de una Madagascar no tan idílica como parece, lo que obliga a su padre, militar de aviación, a plantearse volver a Francia. Todo ello con una dirección de actores más bien flojita, como si Campillo lo fiase todo a una ensoñación que tampoco acaba de cuajar, dejando al espectador sin saber hacia qué foco, de los muchos abiertos, ha de atender.
Sólo la recomendaría a cursis irredentos, lo que no es mucho.
Saludos.
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