sábado, 22 de octubre de 2011

Hilar fino y sin manos



Si Mathieu Amalric no existiese habría que inventarlo, y además ponerle un lacito, invitarle a champán de por vida, mimarlo... Un actor así sale de vez en cuando, y casi siempre suele terminar en fraude. Lo suyo es arte cinematográfico, capaz de levantar casi cualquier cosa, por descabellada que pudiera ser. A propósito de su descomunal trabajo en LE SCAPHANDRE ET LE PAPILLON, puede con el aturullado simplismo de Schnabel, al que casi siempre le salva su buena mano con la elección de actores... ¡que le den los premios a su director de castings, hombre!... Y precisamente, en esta historia de sobrehumana superación personal, lo normal hubiese sido caer en la lagrimilla de sobremesa y las estupendas intenciones de calado humanista, tan caras al irregular cineasta neoyorquino. Está muy bien esa especie de sentido homenaje a un tipo que en vida fue un déspota y que sólo conoció lo que era llevarse bien con los demás cuando sufrió una embolia masiva que le dejó totalmente paralizado... ¿y por qué? Está claro: era el redactor jefe de la revista Elle. Conducía Bugatis descapotables, tenía palacetes en la campiña... Sí, ya sé que me repito con estas cosas tan carcas, pero me parece que el asunto queda zanjado en media hora, lo que tarda Amalric en demostrar que es capaz de transmitir más emociones con un solo ojo que la mayoría de actores moviendo las manos engoriladamente (que es lo que suelen hacer, por cierto). Bueno, la película está entretenida y sirve para quedar bien con alguna chica, porque se le ablandará el corazón y dirá aquello tan recurrente de "¡Que peeenaaaaa más grandeeee, dios míoooo!". Queden con dios.
Saludos en inmersión.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!