sábado, 16 de noviembre de 2013

El hombre que arde tras el ocaso



Son muchas las voces que han venido a coincidir en los posibles puntos de referencia entre el cine de Ben Wheatley y una de las joyas más escondidas del cine británico de todos los tiempos, THE WICKER MAN, de la que por cierto se cumplen nada menos que cuarenta años de su estreno. No lo veo yo así, sin embargo, al menos en los íntimos asideros emocionales que sirven como guía espiritual de dos caminos que quizá se asemejen en lo estético, pero que divergen en su fondo ideológico. Así, el extrañísimo film de Robin Hardy se asienta en la confrontación inexcusable del círculo cerrado ante el intruso, incapaz de comprender según qué costumbres, no ya porque éstas sean (que lo son) rarísimas, sino porque atentan contra los principios elementales de la moral, y más concretamente los que componen la moral cristiana. No es tanto maldad como rebeldía ante lo que es impuesto, y ello contribuye sin duda a que THE WICKER MAN subvierta casi todas las reglas de oro del cine de género. Parece una película de intriga y terror, pero luego percibimos una especie de jocosidad latente en la manera en que el pueblo de Summerisle trata al sargento Howie, quien también irá transformando su inicial rigidez en una suntuosa resistencia casi beatífica contra toda clase de tentaciones. Es decir, lo que Robin Hardy propone es cómo la felicidad plena, sin ataduras morales, deviene destrucción, o purificación; Wheatley, por su parte, no acepta invitados, simplemente ingresamos en su Summerisle particular desde el minuto uno.
Como film, THE WICKER MAN es absolutamente imprescindible, una experiencia que descoloca al más pintado y que uno se da cuenta de lo difícil que sería reproducir hoy día un espíritu tan indomable como el suyo sin caer en la pedantería. Quienes la hayan visto sabrán de qué estoy hablando; para los profanos, les diré que toda la parte final, con Christopher Lee travestido y encabezando una delirante procesión enmascarada, puede parecer el colmo de la barbaridad, pero nada es comparable a... el hombre de mimbre.
Más que un clásico, una referencia inagotable para quien no desee repetirse como un idiota acosado por los clichés.
Saludos.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!