martes, 7 de mayo de 2013

La causa/ensimismamiento vs. la anécdota/ligazón



En un momentillo que pasa casi de puntillas, Miguel Batalla le pregunta a la joven y asustada (intimidada) Ángela si lee a Proust, aunque su pregunta va dirigida, con toda la intención del mundo, a toda una generación, y más concretamente la primera que no ha llegado a sufrir al dictador Franco. Es una pregunta mezcla de envidia y advertencia, pero, a lo mejor sin quererlo, David Trueba consigue un extraño momento de superlucidez justo cuando su afrancesadísimo (despectivamente hablando, por supuesto) film, MADRID, 1987, demuestra por sí mismo su agotamiento y hastío, el mismo que atenaza a estos dos personajes una vez quedan encerrados en un cuarto de baño ajeno durante un Sábado de Julio del año y ciudad referidos. Lo digo porque Proust es cualquier cosa menos una anécdota, y lo digo porque es una pena que un punto de partida arriesgado termine apolillado; que la ambición de recoger el sentir, de vueltas pero aún rabioso, de un tipo que lo ha vivido todo (incluso una magdalena), en cuatro paredes, no emocione por su torpeza para expresarse como lo que realmente quiere ser: una peli de Truffaut, y acabe (vaya por dios) encomendada a una verborrea marciana y de otro tiempo que afortunadamente no volverá: el que otorgaba los premios a Garci. Es el increíble muro contra el que cientos de cineastas españoles sigue dándose de frente: nunca seremos franceses, pero los franceses nunca tuvieron un Buñuel o un Berlanga... y por eso sus (escasas) copias son infumables. MADRID, 1987 es un libro filmado, que se salva por los pelos de un José Sacristán al que poco se le puede achacar; a él le han dicho que hable y él habla, y mucho, pero no siempre bien. Curiosamente, son los incómodos silencios los que mejor quedan en esta pequeñez que no pasaría nunca de la anécdota cuajada a duras penas, y no por lo que nos lo quiere hacer pasar su director y guionista, que no es otra copsa que una militancia causal que no deja a su protagonista desarrollarse a su propio gusto, y eso que este Miguel Batalla podía haber dado para mucho más que un calentón tardío. Eso sí, si lo que ustedes van buscando es su propia autosatisfacción en el solaz de las carnes de una figurante en primer plano llamada María Valverde (a la que de paso no le vendrían mal unas clases de entonación por parte del propio Pepe Sacristán), entonces hagan como que no han leído nada y yo haré como que nunca lo escribí.
Saludos preestivales.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!