Hay que tenerlos muy bien puestos para, en plena conflictividad étnico-económico-bélico-esquizoide, apostar por un relato que, sin dejar de lado la denuncia que implica todo recorte de libertades, basa la práctica totalidad de su potencia narrativa en un humor negronegrísimo que, seguramente sin saberlo, por estos lares nos remite al más afortunado de los anecdotarios azconianos.
Digamos: se deja de lado la dada por supuesta represión iraní para conjugar los miedos, inseguridades y expectativas de una persona que es, ante todo, un INDIVIDUO. Es decir, se coloca al verdugo ante un espejo, a ver si reacciona.
Difícil y controvertida apuesta la de Marjane Satrapi, primero al negro del cómic, seguidamente al rojo del largo de animación y acabando con el relato intemporal que comprende la necesaria desmitificación de los símbolos como elemento exorcizante.
De este afortunado y sutil despiece es comprensible que nadie salga bien parado, ni siquiera quien equivocadamente se haya visto reflejado y comprendido en este modesto pero mordaz fresco antihistórico, que pasará a la historia por haber sido reconocido por la institución que más dolida debería sentirse con su visionado, si tuviera dos dedos de frente, claro.
Es por ello por lo que se hace más necesaria que nunca la revisión de las obras fundamentales del inmenso Berlanga, para comprender cómo la única manera de avergonzar a la censura es dejando que adopte el papel de inteligente y luego sentarse a observar el encanecimiento prematuro de su inconsciencia.
En esta parodia seria de algo que simplemente ES, cada elemento es visible y además quiere serlo, en un acto de valentía que requiere fundamentalmente de lo que carece la censura: autocrítica.
Hay un antes y un después de Persépolis, así que debe ser de justicia el no hacerla caer en el olvido, al igual que los regímenes que denuncia.
Saludos indéfilos.
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