jueves, 21 de julio de 2011
El niño que quiso ser padre
ABEL, primera incursión en la dirección del actor Diego Luna, podría haber sido algo más grande de lo que finalmente es; y esta timidez (bisoñez), seguramente involuntaria, da pie a que un relato de tintes alegóricos, que bien podrían remitir a la literatura de Saramago o el también mexicano Carlos Fuentes, se quede en una simpática anécdota con algunas libertades, otras ya licencias, y desembocando en un final que es de lo más sonrojante que uno ha visto desde hace tiempo y que, francamente, se podía haber ahorrado sin problema.
Abel es un niño de nueve años que observa impasible cómo la vida a su alrededor se descompone en base a la estupidez de los adultos; su negativa a hablar lleva a su madre a internarle en una institución psiquiátrica, pero nadie sabe el porqué de dicha excéntrica conducta. La madre logrará tener a Abel durante una semana seguida en su casa, junto a sus dos hermanos; de repente, Abel no sólo se pondrá a hablar, sino que adoptará una especie de papel de adulto, como si se creyese el verdadero cabeza de familia de una familia sin figura paternal.
A partir de ahí hay un poco de humor, otro tanto de ternura, y el clima de extrañeza que Diego Luna recrea con buen tino hasta más o menos tres cuartos de película; el problema es que tamaño tinglado debería responder a algún propósito que justifique que nos hayamos tragado a un niño sobreactuado (y es lo mejor del film) un poco en la línea de aquello que tan bien le salía a Mark Twain y que no es en absoluto sencillo. Se llama naturalidad, y no le habría venido nada mal una buena dosis a esta especie de fábula moderna que deja su denuncia social un poco bastante al fondo. Lástima.
Saludos de un padre de verdad.
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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...
1 comentario:
Sí, los tuyos, que se lucieron...
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