sábado, 19 de diciembre de 2015

Cuadros y afiches



Por un lado está el film de Tim Burton; por el otro la obra de Margaret Keane, obsesiva y serial. Por un lado está el fraude mogollónico ideado por Walter Keane, seductor, embaucador, un surfista de los negocios; por el otro la reclusión de Margaret, prácticamente convertida en esclava de una mentira, sin la que, a lo mejor, sus obras nunca hubiesen salido de su cuarto. Sus obras. Obsesivas y seriales. Hay un punto especialmente revelador más o menos a la mitad de BIG EYES, cuando Walter cierra un contrato con Unicef, un inmenso mural, bastante tétrico, repleto de niños de ojos inmensos, como una horda de muertos vivientes descendiendo por una gigantesca escalera; el redactor del Times lo desestima y, de alguna manera, lo pone en su sitio, y a nosotros de paso. Por un lado el (extraño) tono pastel que las películas de Tim Burton han ido adquiriendo poco a poco, y por el otro la inquietante fascinación por una obra, la de Margaret Keane, que no parece tampoco nada del otro mundo ¿De qué se nos habla entonces exactamente en BIG EYES? ¿De la obra? ¿Del fraude? ¿De la megalomanía del incapaz frente a la humildad del creador genuino? Burton no se pone de acuerdo consigo mismo, su apuesta es que nos enamoremos de los cuadros de Margaret Keane, pero olvida que quizá esto no tenga que pasar a toda costa. El resto es un biopic dulzón, tímido, con un estimable trabajo de contención por parte de Amy Adams y un disloque histriónico de Christoph Waltz, al que cada vez parece más difícil encontrarle un papel a su (ancha) medida. Es una película de Burton, tiene su público, pero no olvidemos que esta extraña pareja se enriqueció gracias a la venta de afiches. Ahí alguien menos complaciente hubiese tenido su propio filón.
Saludos.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!