viernes, 15 de enero de 2021

Los límites del espectador


 

Hay películas que delimitan su propia crueldad respecto a quien la ve en ese momento. Artefactos que parecen regodearse en su circunstancia, incluso a sabiendas de que es incomprendida, chusqueando mínimos hallazgos entre toneladas de ignominia. Un claro ejemplo de esto es MUTE, el film que dirigió Duncan Jones en 2018, y que probablemente era la peor clase de película para hacer después del desastre de WARCRAFT. Y es que estamos ante una película "incómoda de ver", o desacomodada, o lo que algún crítico con más criterio que yo llamaría un insulto a la inteligencia del espectador. Yo no diría tanto, y sí que debía haber un buen guion tras un resultado final al que le sobra ímpetu y le falta cohesión y coherencia. De hecho, una cosa es el guion y otra el montaje, y ambas dos parecen ir cada una a su aire. A Jones se le ocurrió contar la peripecia de un niño amish que pierde la capacidad de hablar cuando la hélice de una barcaza le secciona las cuerdas vocales, por lo que queda mudo. Por si a alguien le cabía alguna duda (a mí, desde luego, todas), el chico crece en un año 2056, y lleva una austera vida con la única alegría de una chica de pelo azul. El problema viene cuando muestras un plano general: una ciudad de noche. Edificios iluminados. Carteles que son pantallas. Coches voladores... Ajá. No hace falta más. Ese instante es suficientemente elocuente para dejar de ver MUTE y soltar sapos y culebras. Y no culparía a quien lo hiciera. Estamos ante una película que sabe lo que quiere contar, pero no cómo contarlo; y en mitad de demasiadas referencias sospechosas, se cuelan algunas cosas que habrían funcionado mejor en otra parte, como si el guion principal tuviese añadidos, unos parches que terminan siendo mejores que el resto, pero a los que hay que llegar con una paciencia y dedicación infinitas, desde la granítica interpretación de Alexander Skarsgard hasta unos sentimientos que no terminan de sentirse del todo reales. 
Lo mejor, y muy curiosamente, es esa subtrama estupendamente interpretada por Paul Rudd y Justin Theroux, que va creciendo a medida que ya nos hemos olvidado de qué diablos iba de verdad la película. Eso y una maravillosa partitura del gran Clint Mansell. 
Extraña y desquiciante, y sólo para paciencias muy entrenadas.
Saludos.

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