viernes, 29 de abril de 2011

Al amparo de la ciudad de las luces



Si ayer mismo nos referíamos en estas páginas indéfilas al film coral dedicado a la ciudad de los rascacielos, hoy no podíamos hacer sino lo propio con su predecesora e inspiradora, superior en muchos sentidos, y desde luego más ecléctica tanto en fondo como en forma. PARIS, JE T'AIME es una película de esas que se pasan en un suspiro y, sobre todo, un placer para el cinéfilo de a pie, que halla su placer particular en esos guiños desperdigados por todo su metraje, que alcanza las dos horas para concretar nada menos que veinte cortos, historias o como queramos llamarlas.
No comienza precisamente con su pieza más inspirada, la dirigida por Bruno Podalydés e interpretada por él mismo; un simplista relatito acerca de lo difícil que es aparcar en Montmartre y lo fácil que puede ser que una desconocida se quede prendada de un tipo bastante amargado.
Continúa el periplo con un inocuo tratado de tolerancia dirigido por Gurinder Chadha, donde unos chicos se burlan de las chicas que van paseando por el Quais de Seine; sin embargo, uno de ellos ayudará a una chica musulmana que sufre un pequeño percance. La idea es buena para desarrollarse, no para un flash de diez minutos.
En Le Marais, Gus Van Sant da un tajo radical con los dos capítulos anteriores y realiza un extraño trabajo de introspección con apenas un pequeño monólogo y una especie de malentendido lingüístico entre dos jóvenes que se encuentran en un taller artístico, lo que sirve al director estadounidense incluso para introducir el aguijonazo veladamente homosexual.
Con la perspectiva mejorando, los hermanos Coen se inventan una ida de olla surrealista y algo esquizoide en base a ese mapa de emociones que es el rostro de un Steve Buscemi que sufre toda clase de horrores y vejaciones sin moverse (literalmente) de un banco de la estación de metro de las Tuileries.
Salimos al exterior en el Loin du 16e de la mano de Walter Salles y Daniela Thomas, que en un ingenioso giro de ida y vuelta muestran la desolación del inmigrante que ha de deambular como una máquina para cuidar a los hijos de los verdaderos habitantes del primer mundo.
Christopher Doyle, prestigioso director de fotografía, entre otros, de Wong Kar Wai, demuestra que lo suyo no es narrar en un incomprensible batiburrillo iconoclasta y pseudopublicitario enmarcado en el poco vistoso Porte de Choisy, en el que acaso resulte interesante ver a Barbet Schroeder "actuando" como representante de peluquería... ?????
La cosa no mejora en el segmento de La Bastille, conducido por la inefable Isabel Coixet (¿qué contactos no tendrá esta señora?), que aprovecha para encasquetarnos su enésimo "mividasinmí 2.0", en el que Miranda Richardson le dice a Sergio Castellitto que se va a morir, así que él decide no sólo posponer su ruptura matrimonial sino además dejar a su amante (la Watling, cómo no) y terminar recuperando todo el amor que había perdido... sniffffff!!!
En fin, menos mal que luego viene otro capítulo fuerte, a cargo del japonés Nobuhiro Suwa, que dirige en la Place des Victoires a una sombría y maravillosa Juliette Binoche, que encarna a una madre que ha perdido a su hijo y que vivirá un momento onírico que la trasladará a un lugar que nunca hubiese imaginado que existiese de no ser por la inesperada aparición de un cowboy, nada menos que Willem Dafoe. Magníficos diez minutos de cine.
De nuevo un giro de 180º. Sylvain Chomet, prestigioso animador, presenta un hilarante y profundamente tierno cuentecito en el que un mimo vivirá un sinfín de contratiempos antes de encontrar a su media naranja en el sitio más inesperado y a la sombra de la Tour Eiffel.
Otro episodio que me sorprendió gratamente fue el dirigido por el mexicano Alfonso Cuarón; un largo plano-secuencia marca de la casa que muestra a Nick Nolte y Ludivine Sagnier paseando un poco distanciados por el Parc Monceau y entablando una especie de discusión suave que culmina de manera sorprendente y dejando al espectador con un palmo de narices.
En el Quartier des Enfants Rouges, Olivier Assayas demuestra que lo suyo son las distancias largas; mejor narrador que poeta, el director de DEMONLOVER o la demoledora CARLOS no acaba por decidirse qué quiere contar, y termina cediendo el testigo a una Maggie Gyllenhaal que está soberbia con apenas un par de apuntes sobre una presunta actriz enganchada a las drogas.
En la Place des Fetes, Oliver Schmitz vuelve sobre la denuncia social acerca de los abusos racistas sufridos por un pizpireto nigeriano que pierde su empleo como barrendero y posteriormente la guitarra con la que se gana la vida, aunque gane a la enfermera de urgencias que le atiende en mitad de la calle... Previsible y cargante moralina para un relato que en otras manos podía haber dado mucho más de sí.
En el bellísimo Pigalle, Richard LaGravenese juega de nuevo al equívoco con la ayuda de dos veteranos, Bob Hoskins y Fanny Ardant, que aún no dan por perdida la posibilidad de encender la pasión aunque para ello deban hacerse pasar por quienes no son.
En el Quartier de la Madeleine, el canadiense Vincenzo Natali se la juega en un gesto que yo aplaudo por lo que tiene de salto al vacío y que le sale bien a medias. Elijah Wood pasea inquieto por la noche y descubre nada menos que a una vampira que le chupa la sangre a Wes Craven, en uno de los muchos guiños del film; lo que comienza como un cuento de horror terminará con un amor más fuerte que el miedo. Puro morbo...
Una vez repuesto de sus mordeduras, Craven se encarga de dirigir un irónico y sorprendentemente divertido segmento con los británicos Rufus Sewell y Emily Mortimer paseando por el cementerio de Pere-Lachaise, donde el fantasma de Oscar Wilde (el director Alexander Payne en otro guiño) ayuda a superar cualquier tipo de problemas, incluso los de índole meramente sentimental. Gran sentido del humor el de Craven, francamente no me lo esperaba.
Encarando la recta final, Tom Tykwer se imbuye del espíritu de su magnífica CORRE LOLA, CORRE y acelera el tiempo para facturar una sentida historia de amor contrarreloj entre una aspirante a actriz (Natalie Portman) y un estudiante ciego (Melchior Beslon), que por momentos me recordó aquellos imposibles retratos de amour fou que tan bien quedaban en los años sesenta.
Gérard Depardieu intenta un tímido homenaje a John Cassavetes (¡Qué difícil es intentar reproducir su cine!), aunque sólo acierta a poner la cámara entre dos monstruos como Gena Rowlands y Ben Gazzara y esperar que suceda el milagro... Evidentemente, esto no ocurre; aunque lo mejor estaba por llegar...
Alexander Payne, de la manera más sencilla, sin artificios ni ornamentos, construye un apabullante retrato humano en base a la atomizada peripecia de una funcionaria de Correos de Denver con sobrepeso y riñonera, una fantástica Margo Martindale que es capaz de resumir en una sola mirada absolutamente todo lo que nos ha sido narrado anteriormente, además de contener la declaración de amor más hermosa de todas. Es esa aprehensión de la esencia del relato lo más difícil, lo que más cuesta; no la brevedad, que es algo accesorio, sino saber descartar y seleccionar, emocionar sin llegar a lo cargante de lo sensiblero. Payne realiza una obra maestra sin precedente conocido y cierra magistralmente una cinta que, como no puede ser de otra forma, es irregular, pero contiene un encanto que te deja con una sonrisilla de satisfacción después de verla. Muy recomendable para ver en pareja.
Saludos chauvinistas.

4 comentarios:

Santiago Bullard dijo...

Esta me gustó mucho... da en el clavo del sentimentalismo más honrado y real, sin darte empujones (como tanta película sentimentalona e idiota). El cortometraje de los mimos, por ejemplo; o el del ciego. Qué se yo. Cosas que, realmente, merecen ser llamadas "maravillosas".

dvd dijo...

Es una declaración de amor a una ciudad, que queda resumida en su última y rotunda frase, como no podía ser de otra manera del segmento de Payne: "Sentí que amaba a París... y que París me amaba a mí...". No se puede ser más conciso ni más poético...

Anónimo dijo...

Coincido mucho con la reseña. La película en conjunto me parece insoportable por lo irregular, pero el corto de Alexander Payne es brutal y el de Sylvain Chomet una delicia. Yo los recortaría y tiraría el resto.

El fragmento de Christopher Doyle me dejó patidifuso. Chris necesita a Wong Kar y, viendo My Blueberry Nights, diría que Wong Kar necesita a Chris.

dvd dijo...

Sí, más o menos es eso, aunque a mí no me disgustó tanto como la de Nueva York...

... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!