Hay cosas que deberían dejarse donde están, por el bien propio y ajeno, por no remover lo estanco, o simplemente por evitarse un baño de vergüenza ajena. Como esos trajes de baño que hace dos décadas que no nos están bien, como esa foto en la que no nos reconocemos, pero tememos que alguien sí lo haga, me pregunto para qué diablos sirve GHOSTBUSTERS: AFTERLIFE, o si no nos precipitamos al vilipendiar la otra, la del empoderamiento femenino. Ya no es que su ejercicio nostálgico no funcione, sino que es torpe, rutinario y previsible, un ejercicio de atrofia inventiva, apoyado en una puesta al día que, paradójicamente, luce viejísima y sin chispa. Una comedia que no tiene gracia, un intento de revitalizar lo ya muerto y enterrado, y una anécdota a pie de página, con un último recurso aún más bochornoso y algunas soluciones formales que no se merecía uno de los films más icónicos de los años ochenta. Porque lo que entonces era sorprendente, hoy no tiene más sentido que hacer caja como sea.
Saludos.
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