Y al igual que ocurría ayer, me vuelvo a enfrentar a una película cuyo argumento es ya conocido, pero precisamente yo no conozco. La versión 2021 de CANDYMAN tiene más que ver con Jordan Peele, y sus reivindicaciones raciales, que con el horror metafísico de Clive Barker, autor de la novela original. Esto tiene sus ventajas e inconvenientes, pero insisto en que no he visto la película de 1992, por lo que mis referencias se ven un poco trastocadas por falta de expectativas. Me centro en ésta, y aquí veo una mixtura de intenciones, que van desde la nostalgia reconvertida en pesadilla, los guiños a la obra original, y un grito sordo que no termina nunca de estallar. Esta CANDYMAN es más melancólica que terrorífica, y, en su inteligente uso de los espejos, nos detalla el martirio de los antiguos habitantes de un gueto, y la cínica reconversión de éste en un suburbio para artistas de clase media. Ahí había una historia, y, de haber sido desarrollada, ni hubiese hecho falta la inclusión de este curioso "monstruo", al que se invoca diciendo su nombre cinco veces ante el espejo. De hecho, los pasajes genuinamente terroríficos son los menos originales, y palidecen ante la trabajada imaginería visual, con un más que interesante trabajo de fotografía a cargo de John Guleserian, y muy especialmente con unas fascinantes sombras chinescas, que entroncan presente y futuro con maestría. En resumidas cuentas, una película mejor de lo que cabría esperar, pero ni mucho menos tan apoteósica como estoy seguro de que el propio Peele habría soñado que fuera.
De agradecer, el nulo uso de música estridente y la escueta duración.
Saludos.
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