Hijos de puta hay muchos. Los hay encubiertos, gallináceos, que recubren con plumas su tarea diaria de difamación y gimnasia de índice. Hay hijos de puta convencidos, descerebrados a quienes alguien (aún más hijoputa que ellos) les dijo una vez que eran adalides de una misión imprescindible para imponer el orden y la ley. Los hay, cómo no, subvencionados, los más cínicos, que incluso se enorgullecen de ver sus perdigones salivares arabesquear en el aire fétido por su aliento infamante. Pero luego está el hijo de puta a secas, compendio de todo lo anterior, incapaz de reconocer su circunstancia, adherido a un tenaz código de valores que, claro, a él le sirven, por mucho que se pisoteen derechos y libertades. A todo esto, es de voladura de cabeza total que en 1984 se rodara EL CASO ALMERÍA, y que casi cuatro décadas después, con todo nuestro orgullo democrático a cuestas, no seamos capaces de rozar la honestidad brutal de este film. Imperfecto y tosco en las formas, sí; cuestionable y académico en lo discursivo, por supuesto; pero con los mismos cojones bien puestos que tuvo aquel abogado "rojo" para acusar y condenar, por primera vez en España, a tres mandos de la guardia civil por secuestro, tortura y asesinato. Aquello fue una barbaridad de la que sólo los más viejos se acuerdan, y si no, intenten imaginar qué significa asesinar a tres ciudadanos que iban a una comunión sólo "porque parecían etarras".
Como siempre digo, ésta la ponía yo a la hora de comer y en cada instituto de España.
Saludos.
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