En MORFIY, de 2008, Aleksei Balabanov ponía en imágenes la dura crónica que el escritor Mikhail Bulgákov hizo de su periplo como médico rural, justo antes del estallido de la revolución, y en el que vivió una severa adicción a la morfina, que a punto estuvo de costarle la vida. Bulgákov usó esta droga para paliar una herida recibida mientras era médico de Cruz Roja en la WWI, pero su relato es trasladado por Sergei Bodrov Jr. obviando este dato, y centrándose en la sibilina decadencia del joven doctor Polyakov, de gran talento pero frágil personalidad, y que se verá absorbido por multitud de circunstancias tras su llegada a una pequeña clínica que atiende fundamentalmente a pobres aldeanos. El guion, excepcional, registra la inseguridad inicial de Polyakov (son constantes sus consultas a libros de medicina, siempre a escondidas), aunque logre salir airoso de casos de extrema gravedad (algunos verdaderamente gráficos). Tras tomar un remedio contra los nervios, sufre una reacción alérgica y comienza a usar la morfina como antídoto, pero en breve tiempo ya no puede prescindir de ella, llegando incluso a escamotearla del dispensario, inyectándoles placebos a los pacientes. Se entiende perfectamente el día a día, opresivo y desesperanzador, de este joven doctor, abocado a soportar casos de negligencia por parte de unos pacientes que sólo acuden a él como último recurso, y que le obliga a actuar casi siempre al límite de sus posibilidades. Balabanov, fiel a su estilo, tan seco en lo semántico como virtuoso en lo técnico, hace colisionar con precisión una adicción ya irreversible con los profundos cambios de paradigma por la revolución; esto desemboca en un tramo final agónico, y que podría haber firmado perfectamente un Abel Ferrara, con la fantasmal figura del yonqui deambulando entre soldados que podrían detenerle en cualquier momento, pero con la única preocupación del próximo chute. El último, terrible, abrocha en un final de los que no hacen prisioneros, de los que te dejan un rato pensando...
Saludos.
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