Hay que tener los huevos como cocos para terminar los títulos de crédito de EL CONDE con el explicativo de que "todos los personajes son ficticios, así como los hechos narrados". Lo segundo vale, pero lo primero... Hay que poner por delante que EL CONDE parte de una premisa irresistible, genial, que a alguien se le tenía que ocurrir: Pinochet no ha muerto, sino que es un vampiro de 250 años que sobrevive tomando jugo de corazones exprimidos, mientras sus familiares, más vampiros aún, intentan descubrir dónde carajo metió la plata, porque es imposible que un dictador no se hiciese rico. Pinochet, "El Conde", quiere morirse, porque le jode que la gente piense que siempre fue un cabrón desalmado que robaba al pueblo, en vez del gran libertador del comunismo, gesto que nunca le han agradecido los muy cabrones. En estas, una monja con cuerpo lascivo y métodos a lo Van Helsing llega hasta el desvencijado caserón familiar, haciéndose pasar por infalible contable, pero con la intención de liberar al mundo por fin de este vampiro, sin sospechar que su llegada tendrá el efecto contrario quien pensaba suicidarse. Así, Pablo Larraín inventa un negrísimo estudio sobre la iniquidad, la impunidad y una maldad que los malvados jamás reconocen, excepto como los incomprendidos que son. La película, extraña, mordaz, salvaje por momentos, funciona, al menos mientras nos ubicamos entre ese Pinochet volador y los desternillantes diálogos con sus hijos (casi tan mayores como él), su esposa y su criado soviético. El único problema que le veo es la inconcreción entre tonos, que la dejan como una excentricidad que casi nadie esperaba, y con la que yo mismo me permito rubricar el tema éste de los oscar'24, ya que Edward Lachman opta al galardón a mejor fotografía, el cual no me molestaría que ganase en un certamen al que en un futuro conoceremos como "los oscar del B&W"...
Saludos.
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