DIVINITY es una película que parte de una idea potente y atractiva, la conquista de la inmortalidad a través de un producto meramente artificial, como si sólo pudiésemos ser eternos a través de lo efímero. Desgraciadamente, una cosa es construir el concepto, y otra muy distinta dotarlo de entidad propia. El film, producido (y no es casual) por Steven Soderbergh, transita la comercialidad pulp de una serie B perfectamente consciente de sus limitaciones, aunque sus momentos más interesantes, no puede ser de otra manera, encajan en extraños insertos fuera de la narrativa, como anuncios de perfumes protagonizados por grotescos culturistas, en una celebración de lo homoerótico fusionado con una torpeza garrula y enternecedora. El protagonista (por decir algo) es un esforzado Stephen Dorff, en su sempiterno empeño por dar con ese papel definitivo que le haga dejar atrás su ristra de fracasos. Dorff interpreta al creador de la fórmula (siempre presentada como una extraña droga de diseño), en su apartada mansión en mitad del desierto, como única alternativa en un mundo donde se ha dejado de procrear, y sólo se puede aspirar a no morir. Sin embargo, dos hermanos bajan del cielo (y es así, en serio) para detenerlo y.... bueno, no sé qué quieren exactamente, porque los pocos diálogos ni son explicativos, lo que refuerza la sensación de un producto a medio cocer, inmaduro, pero con pretensiones que rozan el ridículo o la desvergüenza. Fe de ello da, por ejemplo, el wtf final, una pelea en stop-motion que podría haber firmado Ray Harryhausen hace 60 años. El personal en Sitges, entre lo intempestivo de su proyección y todo lo demás, oscilaba entre la sensación de estafa flagrante o levantar la ceja por si a lo mejor habían visto algo muy trascendente, pero sólo iban a descubrirlo dentro de 30 años...
Personalmente, si no tienes dinero no vayas a sitios caros.
Saludos.
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