Una de las cosas que más me llaman la atención en LOVE STORY (aparte de su taladrante banda sonora) es cómo prácticamente todo lo que ocurre está supeditado a una serie de decisiones técnicas que van más allá de lo incoherente. La historia de amor es improbable, pero posible; los protagonistas se esfuerzan por resultar verosímiles, tanto que es imposible creérselos trasladándolos a cierto realismo, que aquí simplemente no interesa explorar. Todo es simple hasta lo sospechoso. Él es rico, ella pobre. Él sacrifica su estatus por ella, ella está contenta por haber logrado que el amor triunfe. Los secundarios no aportan, sólo asisten estupefactos a cómo estos dos bucean en su pecerita particular, ajenos a la complejidad de lo que, suponemos, sucede fuera de ella. No es romanticismo exacerbado, es gilipollez elevada por la complacencia del best seller de autoayuda misericordiosa. No hay un peor cierre que el de esta película, porque además de atropellado parece un castigo divino de reojo, un pellizco desde las alturas a quienes han osado desafiar el orden establecido y natural de las cosas. Por eso no es una historia de amor, es un encoñamiento con mucho frío, y nieve, y bufandas y otras cosas que pasan en invierno. Y pasa, y no permanece.
Es una bobada que ya no es ni para adolescentes, sino para septuagenarios arrullados por sus recuerdos insatisfechos. Pero eso sí, encumbró a Ryan O'Neal y Ali MacGraw como la pareja más edulcorada de entonces.
Hoy día, parece hecha en otro planeta.
Saludos.
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