Un hombre monta a caballo por el campo. Se detiene, con gesto serio dirige una orquesta imaginaria. Es el éxtasis o la locura de un hombre solo, un viejo director retirado que consume sus días más que vivirlos en un pequeño pueblo de Salamanca. No cree en dios, pero su mejor amigo es el cura; desprecia a su sirvienta, pero estaría perdido sin sus atenciones. Escucha música, pero no encuentra en la vida esa poesía escondida. Justo hasta que en su camino se cruza Goyita, una enigmática niña de trece años, amante de los pájaros, y cuya mirada parece albergar a alguien tan insatisfecho como él, una mujer atrapada donde no le pertenece. Con una caligrafía tan esquiva y desapacible como sus personajes, Jaime de Armiñán construyó EL NIDO intentando evitar unas alegorías sociales que sobrevuelan su devastador guion, lo que me parece su mayor mérito y supone su obra cumbre. En un giro perverso, Armiñán deconstruye el personaje interpretado con enorme sensibilidad por Héctor Alterio, al tiempo que explora a una Ana Torrent inquietante, casi terrorífica, una "niña adulta" perversa y manipuladora, que empuja al pobre enamorado hacia la autodestrucción como si de un acto arrebatado de amor puro se tratase. EL NIDO es una tragedia inversa que podría haber escrito Sófocles, tan finamente urdida que no tiene sentido hablar aquí de tratado sobre la pedofilia, máxime cuando, derribadas las barreras sociales, cada vez dudamos más de quién adoptaría el papel de depredador.
Modernísimo tratado sobre la perversidad y la inocencia, es una película que sigue crujiendo como un molesto rechinar de dientes, y encuentra la incomodidad como refugio para huir de un posible tratamiento intelectualista que no le hubiese sentado nada bien. Y sólo un desenlace algo abrupto, por previsible, le quita ese pequeño punto para encontrarse con quien debería, que no es otro que Buñuel.
Saludos.
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