Difícil entonar un juicio justo sobre un film como THE IRON CLAW, en el que Sean Durkin vuelve a remover los géneros para extraer filamentos ocultos, indagar en los entresijos de lo que aceptamos sin pestañear, por trillado que nos resulte. La historia no me interesa, porque toda la parafernalia de la lucha libre me resulta refractaria, cuando no directamente afectada, como si trasplantáramos a las marmóreas damiselas proustianas en el cuerpo deforme de garrulos desorientados. Una vez aceptado esto, queda la historia personal de la familia Von Erich, que formaban un clan de luchadores a la sombra de su psicopático y controlador patriarca. Aquí lo que patina es la inexcusabilidad de la biografía, que condiciona la mutabilidad de un relato al que le cuesta moverse, obtener dinamismo y de ahí algo de verosimilitud. Queda, por tanto, el tono, extraño, mortecino, desapasionado en una colección de rostros cansados y coreografías preocupadas como una declaración sin signos. Durkin me gusta como director, su cine es más europeo que americano, más cerca de Fassbinder que de Hal Ashby, y sus cantones no estiman precisamente a ojos acomplejados, porque les va a exigir dedicación, pero también conocimiento, memoria cinéfila. Esto no tiene nada que ver con ROCKY, pero tampoco con aquel THE WRESTLER, y su tragedia no quiere saber nada de heroísmos, sino de voluntades quebradas hasta el límite. La lucha como forma de ganarse la vida, y un cinturón cuyo dorado es como hojalata bañada en caramelo.
La peor hasta ahora de su autor. Para nada una mala película.
Saludos.
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