Qué oportunidad se le ha escapado a Edgar Wright para haber hecho saltar la banca. No tengo más remedio que verlo así, aunque es un vaso que en absoluto está medio vacío, y que de hecho es de lo mejorcito a lo que uno puede enfrentarse hoy día en una sala de cine (remarco esto último). LAST NIGHT IN SOHO tiene un montón de ases ganadores, pero no va con todo, sino que prefiere hacer la jugada que no le hará perder, pero tampoco saltar la banca. Cualquiera de sus muchos puntos de vista es válido, y por sí solos son esplendorosos momentos de gran cine, incluso uno que ya no se lleva, pero que todos decimos que es el bueno. Si Wright hubiese decidido dejarnos a merced de ese "otro lado del espejo", en el que se embarca su joven protagonista (excepcional Thomasin McKenzie), habríamos disfrutado de un embriagador, fragante paseo por un Londres que se ha idealizado hasta la extenuación, pero que por supuesto tenía bastantes sombras, casi todas expuestas en la otra protagonista (una no menos espléndida Anya Taylor-Joy), en un alarde de cómo mostrar un mundo (como diría Zweig) que quizá sólo existe cuando cerramos los ojos. El film cuenta la llegada de Eloise (ni siquiera el nombre es casual) a Londres para estudiar diseño de moda, aunque, enamorada de aquel swinging London, la ciudad es casi un shock emocional, y mucho más cuando, al cerrar los ojos cada noche en su cuarto alquilado, y con el neón de un bistró, se traslada literalmente a esas frenéticas noches en el Soho. Es en esos sueños, tan reales, donde sobresale la presencia de Sandie, una ambiciosa joven capaz de todo por triunfar, aunque esos sueños (sueños dentro de sueños...) siempre tienen un lado amargo. El reto de Wright es conjugar tantos puntos de vista, desde el suspense o el thriller, hasta el terror o el puro revival; a costa de abandonar su sardónico sentido del humor, pero encontrando la posibilidad de magnetizar dramáticamente algunas escenas, como una especialmente poderosa interpretada por el gran Terence Stamp. Una película imperfecta pero honesta, que arriesga menos de lo que podría, pero que nos abre ante un director que de ningún modo se conforma con reverdecer viejos laureles, y sí homenajear a ese cine que esperemos tarde mucho en desaparecer.
De lo mejor que se vio en Sitges.
Saludos.
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