LA PLAYA DE LOS GALGOS es como uno de esos paseos que uno da sin ganas, como obligado a salir del sofá y habitar el asfalto, enfrentar escaparates o pelar la pava con los olores de los ultramarinos. No sé si seguirán existiendo los ultramarinos, pero sí parecen existir guiones ensimismados de sí mismos, seguros de que todo les va a salir rodado por inercia; como un paseo, sí, a ninguna parte. Demasiadas mezclas, demasiados tonos, demasiadas improbabilidades para que instemos a lo creíble, o que al menos haya un lucimiento de contornos. Y es que hay que hilar muy fino para encajar a un ex-etarra que quiere salirse de la banda, su hermano panadero, una misteriosa mujer que va vestida de femme fatale y un psiquiatra argentino que opera en Dinamarca. Y lo digo sin sorna, porque yo a Mario Camus siempre le he tenido mucho respeto, pero lo suyo no ha sido nunca hilvanar lo estrambótico; su cine, sobrio, clásico, sin aspavientos, se ve desnaturalizado en el momento que la trama ya no se hace cómplice, sino que brinca arbitrariamente. Todo esto ocurre en un film bien filmado, que puede mantener el interés unos tres cuartos de hora, pero que dura demasiado para lo pronto que empieza a desmoronarse su extraño thriller costumbrista.
No ha envejecido bien, y aún no tiene 20 años.
Saludos.
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