TWIN PEAKS, más que una serie de televisión, fue una conmoción, un suceso que habría de conmover los cimientos aparentemente inamovibles de la ficción, de cualquier naturaleza, pero que se aprovechó del formato serial para tenernos unos 30 años con las mismas preguntas, y por supuesto ninguna respuesta. Mi recuerdo de aquella emisión original (de cuando tele5 era aún una cadena normal) había oscilado de la fascinación inicial a un consecuente y progresivo desinterés, por verla a salto de mata, y, claro, por la deriva que tomó la eternizada segunda temporada. Aquello fue un hype, un chicle estirado hasta lo insoportable, aunque siempre se intuía ese motivo principal, la excusa argumental que hacía mover ese enjambre de personajes, situaciones y tonalidades, tan diferentes, tan homogéneas, formando parte de un guiñol en el que costaba trabajo situarse. Decidí hace unos meses tomármelo en serio, ver la serie en riguroso orden cronológico, y esperar que se obrara el milagro de que aún ese espíritu, telúrico y zigzagueante, hubiese sobrevivido a estas tres décadas en las que la ficción televisiva tanto y tan bien ha cambiado, aunque gran parte del mérito se encuentra en esta serie. Se ha hablado y escrito muchísimo de ese episodio piloto, dirigido por el propio Lynch, y que es desde entonces un ejemplo de dominio de los tiempos narrativos en base a la tensión de un suceso que el espectador va conociendo al mismo tiempo que los personajes. Luego, se le ha preguntado al propio Lynch por qué la serie se bifurcó en tantos meandros, algunos con nula relación entre sí, pero todos sabemos que apenas se le puede otorgar un 10 por ciento del guion original, pero claro, esa mínima porción es la que convierte a TWIN PEAKS en el mito que es. Algo dijo, como que su sueño siempre había sido pervertir las reglas del melodrama clásico televisivo, encarnado en la mítica y también inacabable "Peyton Place"; como si ese espíritu diabólico se trasplantara a la América idílica de los sesenta, para acabar con ella, con su ficción de tartas de manzana y problemas de carpetita de instituto. Personalmente, me parece casi lo único realmente interesante de esta serie, al menos de las dos primeras temporadas (la tercera ya ha sido otra cosa), dejando de lado la abundante iconografía, mitos y leyendas, o callejones sin salida, puntos ciegos tan desconcertantes como irritantes. Me ha gustado rascar sobre la superficie, descifrar las frases sin sentido, los personajes que van y vienen, imbuirme de ese aroma de aserraderos, cascadas y bosques que ocultan cortinas rojas. Es el hotel del Gran Norte (tan parecido al Overlook), o la cafetería de Norma, o incluso la comisaría convertida en escenario puro de dramedias. Ahí, cadda personaje se abre paso a codazos, bajo la mirada emocionada de Dale Cooper, el principal hechizado por este lugar que quizá ni siquiera sea un espacio físico, sino un tablero de juegos metafísico.
Y en el más difícil todavía, taytantos episodios después, a lo mejor ya carecía de sentido preguntar "¿Quién mató a Laura Palmer?", sino qué respuesta, de todas las ofrecidas, nos hubiera hecho más felices en nuestra abducción, una por semana, en su cadena amiga...
Continuará...
Saludos.
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