Hay pocas películas como JUSQU'À LA GARDE. Muy pocas que, por ejemplo, sean capaces de exponer la cruda realidad sin chantajes emocionales ni panfletos sensibleros y/o paternalistas. En su excelente secuencia de arranque, asistimos a una vista entre una pareja que se acaba de separar y se pone en manos de una jueza para que decida la situación de los hijos. Son dos, y la mayor está a punto de cumplir 18 años, pero el pequeño, de 11, ha escrito una carta en la que prácticamente suplica por no ver a su padre, aduciendo razones terribles. Con extrema sutileza, y sin que los ex-cónyuges hablen apenas (la palabra corresponde casi toda a los abogados y la jueza), se hace partícipe al espectador del tema para que sea él mismo quien extraiga sus conclusiones. Y es complejo, porque hay que intentar entender a todas las partes sin saber quién dice la verdad, puesto que ambas posturas son contrapuestas. La mujer parece horrorizada con la posibilidad de una custodia compartida, mientras el padre se siente agraviado por lo que considera un trato injusto, ante la posibilidad de perder incluso la opción de ver a sus hijos. A partir de ahí, sin una sola estridencia, nos vemos expuestos ante las manipulaciones del peor tipo, las que se aprovechan de los hijos. Partiendo del cortometraje que Legrand filmó sólo cuatro años antes, el cineasta teje pacientemente las personalidades de sus protagonistas, los muestra sin más filtros que sus propios intereses, y va subiendo la intensidad dramática sin que lleguemos a percibirlo. Para cuando llega el devastador final, de una crudeza emocional casi insoportable, una frase acude impaciente: ¿Por qué no lo vimos venir?
Teniendo en cuenta el imbécil y retrógrado discurso de ciertos sectores de la sociedad, respecto a la gravísima lacra de la violencia de género, se hace más que vigente una mirada tan limpia, pero también tan inmisericorde, como ésta.
Magistral.
Saludos.
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