Concebida como una especie de "western urbano", DRUGSTORE COWBOY supuso el gran espaldarazo de Gus van Sant, al menos en los circuitos independientes y de festivales, aupándole como la promesa más fehaciente del indie americano. La novela de James Fogle no era más que un compendio de su ajetreada vida, adicciones, robos a farmacias y entradas y salidas constantes de prisión. Una elección arriesgada para poner en imágenes, y más aún por la opción de algunos de los rostros jóvenes que más de moda estaban a finales de los ochenta. Matt Dillon se adueña de todo el film, eclipsando a unos ñoños Kelly Lynch, James Legros y Heather Graham, y componiendo un protagonista que encarna los miedos y convicciones de un yonqui, atrapado por la adicción y una huida hacia delante, en un juego del gato y el ratón con la policía que recuerda tanto al coyote y el correcaminos, o, en su tramo final, al cocodrilo que hostiga al Capitán Garfio. Van Sant implementaba su estilo, tan sobrio como imaginativo, y desafiaba métodos de narrativa convencional, con un estupendo uso de la voz en off, una relato perfectamente cerrado por dos reflexiones que el protagonista hace camino del hospital, y el marchamo de verosimilitud que ofrece poder contar nada menos que con William S. Burroughs, que interpretaba a un sombrío sacerdote adicto a tantas sustancias como uno pueda recordar. Una película que, aun con sus muchas imperfecciones, el tiempo ha demostrado que abría el camino a otras voces diferenciadoras, y que borraba de un plumazo la mayoría de prejuicios existentes entre el cine independiente y el comercial.
Saludos.
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